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En el revés del mundo

Guerra contra la droga en Palomeras, Entrevías y el Pozo del Tío Raimundo

La guerra ha comenzado en esa cara oculta del mundo que son los barrios de Palomeras, Entrevías y el Pozo del Tío Raimundo. Manifestaciones de vecinos, cruzadas callejeras, brigadas civiles recorren esa zona del mapa de Madrid en la que todavía hay espacios en blanco, lugares en los que no se puede saber por anticipado si están siendo edificados o van a desaparecer, y donde el recién llegado debe guiarse por las mismas intuiciones que un explorador utiliza ante tierra sin cartografía.

Es una guerra contra el invasor. Contra un invasor que había ocupado, con una estrategia de avalancha, los colegios, los callejones y los parques. Es una guerra contra la droga, pero sobre todo es una guerra contra los drogadictos, que, metidos en sus pantalones de pitillo y en cazadoras que les caen. siempre demasiado grandes, han desaparecido momentáneamente del paisaje de las calles. Donde se respira un silencio violento.El viento de la mañana reparte la arena de los descampados a los tres barrios, unidos y separados a la vez por la vía del tren. Esa arena se mete en los edificios a medio construir, en las calles desiertas como las de un poblado del Oeste americano. En Palomeras echan la culpa de la invasión a los dos barrios del sur, que, están al otro lado de la vía, mientras apuntan con el dedo a la bajada de la avenida de Buenos Aires. Al final de la avenida hay un túnel que pasa por debajo de los raíles, y ese túnel había sido hasta ahora la frontera de la maldición. ."Los han empujado aquí_ arriba los del Pozo y los de Entrevías, y quieren que carguemos nosotros", comenta un quiosquero. "Nosotros no hemos empujado a nadie, sólo hemos luchado; ahora que luchen ellos". Quien lo dice es un conductor de autobuses jubilado apostado en un pasadizo y que realiza su turno de vigilancia en una urbanización del Pozo del Tío Raimundo. Nadie pronuncia la palabra "drogadicto". Siempre son "ellos".

En Palomeras, nadie quiere hablar del asunto; parece como si con el silencio quisieran negar la realidad que empieza a agobiarles. En un puesto de helados, el dueño se aleja de dos hombres para hablar telegráficamente. "No sé nada de patrullas. A lo mejor no pasan por aquí. Ahí detrás, entre las calles Catorce y Dieciocho, se ponen. También en ese bar. Sí, ése de enfrente: ¿Cómo que quién? Ellos. Están viniendo muchos, pero yo no sé nada. Bajen al Pozo". Las calles Catorce y Dieciocho suenan a Bronx.

Barras de hierro

Nada más cruzar el túnel que separa a Palomeras, el barrio del norte, de Entrevías y el Pozo del Tío Raimundo, los barrios del sur, se tiene la sensación de estar en otro mundo. Y se está. En todas las calles hay colgadas pancartas, agujereadas para que no se las lleve el viento, con consignas escritas en letra roja contra la droga. No hay nadie en las calles. Nadie que pasee o mire. Al final del barrio del Pozo, donde empiezan los descampados, y a la izquierda de un parque frondoso, aparecen seis mujeres silenciosas, con algo en las manos, en lo alto de la escalinata que da acceso al callejón de dos bloques de pisos. También sorprende una pancarta en la que se lee: "Zona vigilada. Aquí, no". De lejos, las mujeres tienen algo de estatua que mira al extraño sin mover los ojos. Cuando los extraños se acercan empiezan a golpear en un pretil de piedra, en el que se protegen como si fuera la empalizada de un fuerte. Lo que tenían en las manos son barras de hierro. Amenazan hasta que los extraños se identifican. "Creíamos que eran de ellos, ustedes perdonen. Pero es que vienen aquí a picarse y a hacer sus necesidades Miren ahí abajo; de ahí vienen todos". Ahí abajo es La Celsa. Y La Celsa es, sencillamente, el otro lado de lo conocido. El horror, sin más. El horror vigilado por seis amas de casa, maduras y gruesas, que hablan a gritos para espantarlo.

Un laberinto de chabolas metido en una hondonada entre dos carreteras y de donde parece difícil salir si los de dentro no quieren. Ya abajo, la impresión se acentúa. Tres coches de la Policía Municipal hacen guardia en el cruce de la entrada. Los callejones de La Celsa están sembrados de desperdicios. Dos cerdos con una cría rebuscan en los montones, chapoteando en charcos de suciedad. Mujeres gitanas -La Celsa es un barrio de gitanos- lavan ropa en barreños, que después vuelcan pendiente abajo. Frente a las viviendas de contrachapado y cartón están aparcados furgones y coches de modelos caros. Se oyen gañidos de animales que suenan como los de un niño. De cuando en cuando, un coche de la policía entra en La Celsa y sale rápidamente.

Al filo del mediodía empiezan a pasar cosas. Decenas de personas, como si hubieran sido citadas en un punto de reunión, se apean de taxis que permanecen esperando, bajan desde el parque, simulan una avería en el coche o simplemente llegan andando. Están cinco minutos en una chabola de La Celsa y se van. Al cabo de la mañana son cientos. La Celsa es el multicentro de la droga de todo Madrid. Los guardias sólo de cuando en cuando paran a un sospechoso. El tráfico y la desesperación son tales que la realidad se impone como un mazazo. La mayoría de los visitantes son yonquis casi terminales, pero también llegan estudiantes universitarios y tipos con aspecto de traficar a escala. En el parque, a lo largo de los senderos de arena, se ven hileras de drogadictos sentados en el suelo y la pareja de policías montados que pasa a su lado. La fronda de ese parque es el último refugio. Tal vez, de miles.

Por la tarde, a la salida del colegio, los tres barrios se llenan de ninos protegidos que sólo circulan por las calles principales. Los grupos de vigilantes se multiplican hasta las nueve de la noche, hora de retirada. Sólo se habla de "ellos". Hay un corro de niños que juegan al pico. Los padres se enfadan casi con impotencia. Se respira una atmósfera de angustia en la que la tragedia es algo compartido y sin salida.

De vuelta al centro, nada parece igual que antes.

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