La amenaza iraquí
Hay que estar muy anclado en las ideas de un pasado ya lejano para ver en la política de Sadam Husein una nueva iniciativa liberadora de los pueblos colonizados y oprimidos. Los que todavía defienden esta interpretación lo hacen con gran ambigüedad, prefiriendo denunciar el reino de los intereses petroleros. Y no deja de ser pertinente este último juicio, pues justo es decir que el sistema económico mundial había repuesto durante estos últimos años el precio del petróleo a un nivel comparable al que tenía antes de las primeras embestidas de la crisis del petróleo de los años setenta. Ahora bien, esta observación no conduce a ninguna conclusión moral o política, ya que Irak es un país productor y no consumidor de petróleo, como otros muchos pobres países del Tercer Mundo; y también es cierto que el dinero de su petróleo no ha servido para mejorar la suerte de su población, como tampoco ha servido para este fin la política de las grandes compañías y de los principales industriales. La explicación, pues, de la viva reacción de Estados Unidos, y sobre todo del acuerdo general entre este país y la Unión Soviética y Europa occidental, hay que buscarla en otra parte. Tampoco se la encontrará en la invocación a los principios del derecho internacional, que no han sido respetados ni por Israel, ni por Estados Unidos en Panamá y en muchos otros países, ni por la Unión Soviética. La explicación es de otra naturaleza. El sistema internacional no puede dejar la vía libre a un militarismo nacionalista que puede desencadenar, en una región sensible del mundo, una crisis general de consecuencias incontrolables que podrían ser dramáticas. Alguien podrá responder que hablar así es defender los intereses de los poderosos para impedir la aparición de nuevas potencias en la escena política mundial. Pero esta respuesta nos trae a la memoria algunos malos recuerdos; es exactamente la misma que dio el nacionalismo alemán y japonés a la dominación angloamericana, pronto rebautizada por los nazis como judeo-plutocrática. Esta comparación es muy esclarecedora. En Oriente Próximo, como en Europa central en el siglo pasado, el movimiento de las nacionalidades llevó a la descomposición de los viejos imperios -el turco en primer lugar y el inglés después-, supuso la formación de nuevas naciones, algunas de las cuales se marchitan, se descomponen y mueren, y otras se refuerzan gracias al petróleo y a las armas más que a la modernización económica y social. Nasser intentó dar este papel a Egipto y fracasó. Los hermanos enemigos del Baaz, el sirio Hafez el Asad y el iraquí Sadam Husein se arman para hacer de sus países algo así como las Prusias de Oriente Próximo. Irak se está preparando para desempeñar este papel desde la época del Creciente Fértil. La novedad con respecto al siglo XIX es que una crisis mundial puede ser desencadenada hoy por un país mucho más débil de lo que fueron en su tiempo Alemania o Japón. El arma nuclear y el arma química, combinadas con un control muy represivo de la opinión pública, permiten hoy que el débil amenace al fuerte. Éste es, por otra parte, el fundamento oficial de la política francesa -la disuasión del débil al fuerte- y lo es también de cualquier país cuyo objetivo no sea la disuasión-, sino la conquista. Es comprensible entonces que las grandes potencias estén aterrorizadas ante la perspectiva de un derrocamiento del rey de Jordania por los palestinos, aliados con Irak, quienes a su vez podrían iniciar un ataque contra Israel abriendo así una crisis de la que nadie sabría predecir el final.El problema de las grandes potencias, por el contrario, es el de hallar una solución que permita a Sadam Husein retroceder sin perder demasiado el prestigio y que salvaguarde a la región contra nuevas iniciativas militares de un país que puede disponer en un próximo futuro del arma nuclear y que ha demostrado, frente a los kurdos, que no tiene demasiados escrúpulos en el uso del arma química. ¿La solución, pues, es técnica y, en consecuencia, limitada? ¿Cabe esperar que el éxito del embargo obligue a Sadam. Husein a aceptar las dos islas que protegen su acceso al mar y a retirarse del resto de Kuwait? Difícil es creerlo cuando hemos visto la rapidez con que se ha organizado la incorporación de Kuwait a Irak. Entre una crisis regional, y tal vez mundial, que comporta riesgos inmensos para todos los países, incluido Irak, ahora adversario principal de un Israel potentemente armado, y una solución puramente diplomática, digna de congresos de las grandes potencias del siglo pasado, la evolución más probable podría ser la de una larga crisis regional, que implicaría la modernización política de toda la región en el sentido de acelerar la formación de un nuevo equilibrio entre Estados nacionales fuertes a expensas de los Estados débiles. Es dificil creer que el régimen de Arabia Saudí, por ejemplo, que no se apoya en ninguna movilización popular y que es el principal apoyo de los movimientos integristas del mundo árabe, pueda atravesar la crisis que acaba de desencadenar Irak sin irse a pique o sin experimentar profundas transformaciones. Observación ésta que no sólo es aplicable a los Emiratos, sino también, posiblemente, a Jordania, lo cual, lo digo con profunda tristeza, podría significar la desaparición de Líbano, abandonado hoy por todos a Siria. La política occidental debería tener presente todas estas posibles alteraciones que no implican una guerra abierta de todos contra todos y que podrían ser más aceleradas en la zona de influencia norteamericana. ¿Puede pensarse acaso que la presencia de centenares de miles de soldados norteamericanos y occidentales en Arabia Saudí no va a suponer un quebrantamiento de esta sociedad que une artificialmente técnicas modernas junto a una organización política y social arcaica?
Ya no se trata de mantener en esta región un estado de cosas cargado de tantas contradicciones que ha sido capaz de provocar numerosos estallidos, desde las guerras contra Israel y la crisis de Suez hasta la invasión de Kuwait por parte de Irak, pasando por la guerra entre Irak e Irán. No puede haber reglamentación de una crisis que es permanente, pero puede evitarse una crisis generalizada y armada. Así lo piensan las grandes potencias y, conscientes como son de los peligros que una tal crisis supondría para el mundo, es lo que les ha llevado a intervenir. Cómo no añadir, además, que lo que es conveniente para Oriente Próximo es a su vez indispensable para la Unión Soviética. También esta región está en descomposición y la crisis actual da nuevas fuerzas a Gorbachov, hoy desbordado e impopular en su propio país, protegiendo de esta manera al mundo contra los peligros de una guerra civil generalizada y especialmente amenazadora en la región del Cáucaso, ya libanizada.
El error principal de los defensores de Sadam Husein es el de creer que, en estos momentos, de lo que se trata es del derecho de los pueblos, cuando de lo que en realidad tratamos es de proteger un sistema mundial, seguramente débil, frágil e injusto, contra las consecuencias dramáticas de la voluntad de poder del jefe de un nuevo Estado petrolero que puede prender fuego al mundo para conquistar la hegemonía en esa región. El peligro es desmesurado, ya que esta hegemonía parece realmente a su alcance tras la muerte de Jomeini y ante la falta de apoyo popular de las oligarquías del Golfo, contando además con que Irak, pese a todo, aparece como el portador de las frustraciones y de las ambiciones del nacionalismo árabe. El objetivo realista de las grandes potencias no es el de defender el estado actual de las cosas, sino el de impedir la propagación de un incendio que nadie podría controlar y en el que nadie estaría seguro de no ser devorado por las llamas atizadas por el petróleo.
es director del Instituto de Estudios Superiores de París.Traducción: José Manuel Revuelta.
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