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Lo que vale un Golfo

Indudablemente es falso que no se le haya perdido nada a España en el Golfo. Lo cierto es que si no hubiéramos acudido a la llamada de Occidente, con una fuerza, modesta en lo militar, pero significativa en lo político, habríamos perdido una barbaridad. Ni el pacifismo beato y ahistórico ni el aislacionismo impasible y devastador serían razones presentables para justificar la ausencia de España de la fuerza multinacional congregada en el Golfo para inaugurar una nueva era en la penetración occidental -es decir, de Estados Unidos- en Oriente Medio. Hasta la fecha, la polémica Golfo si, Golfo no se ha ceñido mayormente a ponderar las razones en favor de participar o quedarse en casa, desde una perspectiva casi exclusivamente peninsular, y en ella la inteligencia, la prudencia y el sentido común parecen inclinarse poderosamente en favor de la primera opción.Se ha criticado a Felipe González por no haber explicado suficientemente y a tiempo por qué hacemos lo que hacemos. Al presidente del Gobierno quizá le ha costado dar esas explicaciones porque no es fácil contarle al auditorio nacional que se va al Golfo porque no queda más remedio, porque la inacción equivaldría a un reconocimiento, sin razones que lo justifiquen, de que, con democracia o sin ella, España seguía siendo un país de insignificante proporción, sin capacidad para velar por sus intereses exteriores; sin saber existir, en definitiva.

Occidente va; aparte de los Estados Unidos, promotores de la expedición, Francia, Gran Bretaña, Italia, Bélgica, Holanda, Grecia y hasta los comedidos portugueses participan en una u otra medida en la operación; que España no hiciera otro tanto sería tremendo; para permitirse ese lujo -incluida la irritación de Washington por no estar- el Gobierno español debería contar con los medios de otra política, de una posición alternativa, y está claro que si ni siquiera la Unión Soviética la tiene, mal podría disponer de ella España. Por añadidura, el atlantismo aún puede aducir una razón práctica, aunque de una efectividad necesariamente limitada, para estar en el Golfo, como es la de que cuantos más barcos y tropas se encomienden en la zona al mandato de la ONU, y no al de Estados Unidos, algo mayores serán las posibilidades de opinar. Por lo tanto, aunque sólo sea para tener una rendija de política exterior hay que ir al Golfo, paradoja incluida de que con ello se sirve básicamente a la política exterior de los demás.

Pero ¿a qué tanto escándalo por el Golfo? Los dictadores del mundo entero van y vienen, caen y se levantan, y a Washington sólo le molestan los de unas particulares características: de Hitler a Fidel Castro, los que le disputan una porción mayor o menor de hegemonía mundial. Y no parece que ése sea el caso del presidente iraquí Sadam Husein, que sería el déspota más feliz de la tierra si se pudiera entender con la Casa Blanca. Procedamos, pues, por eliminación a establecer las eventuales causas de un nada inverosímil estallido bélico en la zona.

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No parece que se trate de defender la democracia puesto que la familia real kuwaití no la tiene prevista en sus oraciones. ¿Es acaso entonces por el petróleo? Si la ocupación iraquí del emirato se consolidara, Bagdad pasaría a controlar sólo del 14% al 20% de los recursos de crudo de Oriente Medio, y nada permite suponer que pensara negar ese petróleo a Occidente ni tratara de imponer una política de precios intolerables. Primero, porque no podría y segundo, porque no hay mas clientes que los occidentales. Tampoco parece verosímil que el objetivo de fondo sea defender Arabia Saudí porque para ese viaje no hacían falta estas alforjas; según los propios expertos militares norteamericanos, la amenaza de la fuerza aérea de Washington destacada, vía portaaviones, en el Golfo, bastaría para disuadir la agresión iraquí, caso de que ésta se hubiera alguna vez contemplado. Por lo tanto, como ya se dice abiertamente en la Casa Blanca, el contingente terrestre, con la tramoya de unos miles de extras egipcios, sirios y saudíes, a la vez bulto y coartada, se halla en la península arábiga no sólo para recuperar Kuwait, sino con la intención de derrocar a Sadam Husein, en un órdago a la mayor.

¿Cuál puede ser entonces la razón profunda de que se corra el riesgo de una guerra en Oriente Medio? En serio, sólo una: impedir que el dictador iraquí se convierta en un líder regional, con la acumulación de poder y recursos que supondría, de un lado, la adquisición de una fachada marítima en el Golfo, y, de otro, el valor añadido del crudo kuwaití. ¿Y quien sería el gran perjudicado si Bagdad lograra ambos objetivos?: Israel.

Sadam Husein tendría un peso no sólo económico sino político y mitológico mucho mayor en el mundo árabe si pudiera presentarse ante la umma islámica como el campeón de los desheredados frente a la insolente avaricia y al derroche venal de la basca de emires. A no dudarlo, si tuviera sosiego para disfrutar de su botín, una serie de medidas de seguro efecto popular -pero no por ello necesariamente insinceras- habrían empezado a surtir efectos en la zona: concesión de la nacionalidad a los trabajadores árabes residentes en el emirato -como no consentía la familia real ahora derrocada-, y una probable largueza en la distribución de recursos entre nacionales y residentes, puesto que ni sus peores enemigos han acusado jamás al presidente iraquí de dirigir un régimen corrupto, ni de no emplear la riqueza petrolífera, guerras aparte, en edificar un cierto Estado del bienestar en su país. Tanto, que la gran jugada que Sadam Husein probablemente nunca hará, sería la de retirarse de Kuwait y organizar un referéndum entre la población -nacionales y residentes- para ver a quién preferían: al plácido emir derrocado o al sangriento dictador de Bagdad.

Ese nuevo campeón de los pobres -los que carecen de petróleo-, de los sin patria -los palestinos-, y de los ultrajados en su dignidad y en su historia por la presencia de Israel a ambos lados del Jordán -la gran mayoría del pueblo árabe-, podría convertirse en un punto de convergencia para un vasto curriculum de frustraciones de la gran nación que se extiende desde Agadir en el Atlántico a Shatt el Arab en el Golfo. Ese es el verdadero peligro para Israel, y no las afirmaciones de que el ejército de Bagdad, químico o físico, constituye una amenaza seria para la más formidable máquina de guerra que jamás haya conocido Oriente Medio.

Cabe, sin embargo, que la cosa no acabe ahí, y que, de la misma forma que el presidente norteamericano George Bush puede hacerle el favor a Israel de eliminarle un creciente poder en la zona, podría también tener cosas que pedir a Tel Aviv. Una vez completado el descabezamiento de Irak y la OLP palestina -que asimismo viaja en el temible furgón del exterminio- Israel debería contribuir al nuevo dibujo del mapa, de forma que a todos les tocara algo para poder decir que se había dado una solución al conflicto árabe-israelí. Parece razonable suponer que sólo alguna promesa en ese sentido explicaría la docilidad saudí y egipcia a la hora de amenazar con las armas a Bagdad.

Hasta aquí, pues, una posible radiografía del conflicto al que se encamina España, una aproximación a la causa con la que se halla alineada, y un esbozo de la identidad de los aliados con los que marcha del bracete. Pero ¿es que participar en lo que pueda venir no ha de generar otro tipo de consecuencias?

Una guerra contra Irak, con la presumible victoria de Estados Unidos, dividiría al mundo árabe como ni siquiera la paz egipcio-israelí pudo hacerlo; una guerra civil, al menos política, asolaría del Moghreb al Machrek, y España, sin comerlo ni beberlo suficientemente, se vería acantonada en uno de los dos bandos; la participación incluso honoraria en la eliminación del régimen iraquí sería desastrosa para cualquier política general árabe de nuestro país, y, en resumen, supondría la práctica de una realpolitik, que si se lo cuentan al PSOE hace 10 años no se daría abasto de vestiduras para rasgar entre sus militantes.

Probablemente ese es el precio de ser europeos, y seguramente ese precio hay que pagarlo, pero que se sepa que ningún país vuelve a la historia impunemente. Estamos donde parece que debemos estar, pero bien que nos lo están cobrando.

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