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W. Benjamin en las ciudades

Todavía podemos aprender a mirar. Aunque resulte dificil, como recomendaba el yanqui fundador de ciudades, caminar plácidamente entre el ruido y la prisa. Las ciudades no se dan al paseante. Ni éste a ellas. Despojados de la fruición de las plazuelas, soñamos, como Calvino, con ciudades imaginarias. Pero la vida en las ciudades constituye un nudo central en la vida y la obra de Benjamin, testigo de un tiempo azacanado, del que hoy se cumple el 50º aniversario de su muerte. Para Benjamin, el Pasaje, donde el trasiego se guarece en pasillo público, se convirtió en calle de una sola dirección: Berlín-Portbou.Su fascinación por los espacios de las ciudades se vuelve lúcida en el intento de domar un ámbito mayor y más terrible: el tiempo. Asistiendo al movedizo esplendor de las grandes capitales, no fue un viajero, sino un nómada. Con una habitación a la deriva. Refugiándose, como ,dice Pierre Missac, en el tiempo suspendido de los viajes. El que era un flaneur, un paseante sin rumbo fijo, se volvió caminante y luego fugitivo.

Su enseñanza -si podemos seguir teniéndole como un rabino laico- se encierra en una creencia decisiva: los objetos contienen el saber. Las ciudades, objetos de privilegio y de vida, contienen y encubren el poder de vivir y de morir. La experiencia de la acción y el revés de la trama de la vida que se encamina al siglo y a las luces y a las sombras. En los tiempos en los que el narrador con nombre y con espacios propios, con rituales de atención y de escucha, de comentario y provecho, es también historia pasada. Porque no sólo anota, sino que tematiza lo que observa. Y así es posible un pequeño recorrido por algunos hitos de esa vida de ciudad en ciudad: del esplendor cada vez más elaborado en su memoria y sus escritos sobre Berlín (la ciudad que es la infancia), la avidez de Moscú, la alucinación de Marsella... Y París.

Benjamín y su maleta, un manuscrito oculto. Unos pasos de la ciudad al campo, a la frontera, por el paso secreto llamado de Lister."Captar para una época la concreción extrema, tal y como se manifiesta aquí o allá, a través de juegos de niños, un edificio, una situación de vida" (Carta a Sholem, 15 de marzo de 1929).

Berlín en el recuerdo es mucho más que una concesión a la nostalgia. Es un laboratorio de escritura y una ocasión de probar una mirada genuina, que funda. Por un lado está la pasión, la entrega a los escenarios de la ciudad, interiores y exteriores. Pero no hay melancolía. O, al menos, ésta pone el encendido de una construcción. Luz en el edificio de la obra en la que intenta contar lo que la historia, el discurso pragmático de la política, incluso la filosofía han pasado por alto. Aquí hay una tensión que le acompañará siempre. Y que contiene en una rara disciplina personal. Quien, más tarde, a propósito de París, llega a decir que daría todo lo que sabe de Montmartre -los miles de detalles recopilados durante años- "por poder olfatear un umbral o un embaldosado, como lo hace cualquier perro", se ve que tiene que embridar la fascinación en el documento. Y la disciplina no es mera renuncia a la sensibilidad. Quien camina es un animal ascético, dice Benjamin, que lee, como sugiere Von Hoffmansthal, lo que nunca ha sido escrito. Y. la ascesis viene exigida por el objeto mismo: inscribir la propia memoria en una calle.

"La calle conduce al que pasea hacia un tiempo pasado. Para él toda la calle es pendiente y le lleva, si no a las Madres, a un pasado que puede atraparle más que su propio pasado privado" (Passages, Leflbneur).

Este método, este camino, exige la fidelidad atenta a lo concreto, a la manera de estar depositadas las tensiones (de clase, de cultura) en las formas de vivir y en las cosas. Pero, además, la capacidad de bucear en ellas dejándose tocar por su carácter de conciencia depositada, de la que no somos conscientes. Tiene que ver, más que con la contemplación, con el acompañar el trabajo del sueño. Volver a rescatar la vertiente infantil, vuelta hacia el sueño, de cada época. Tratando de "liberar las fuerzas enormes de la historia que están adormecidas en el érase una vez de la narración histórica clásica" (Passages, 0-71).

Así procede en textos como los recogidos en el Berlín demónico. En la radio, y para un público de chicos -entre los que, dice él, puede estar emboscado algún mayor-, reconstruye la historia de una ciudad de la que no es decente lamentar que ya se ha perdido.

Los demonios de Berlín son los que convoca el mundo maravilloso y terrible de Hoffmann. Benjamín lo lee a escondidas, de noche, en la mesa de un comedor cuyo abigarrado mobiliario cela la lámpara que sólo dirige su rayo sobre El hombre de arena. Y son también demonios los que habitan las marionetas, que, en realidad, proceden, como los ángeles, de arriba. Y los que levantaron las casas de vecinos, como remedo del castillo feudal, que convierten a Berlín en la ciudad más sensata, liberal y razonable, pero que desencadena fuerzas demónicas, por sus mismas hechuras, que tienen vida más acá. Sólo las puede reconocer quien como el narrador de los cuentos -en realidad funcionario de justicia- se convierte en un lector de rostros, incluido el de la ciudad. Esta fisiognomía que admiraba tanto en Hoffmann le sirve a Benjamin para afinar su método, "el nuevo método dialéctico de la ciencia histórica... que consiste en vivir el Antaño con la intensidad de un sueño para ver en el,presente el mundo despierto al que el sueño se refiere" (Passages, F-6).

Hay un momento en la vida de Benjamín en que la relación con una ciudad es especialmente intensa. Lo que no equivale a especialmente feliz. Por encargo de Buber, pero también con la esperanza de la Enciclopedia soviética, en realidad para estar con Asia Lacis, desembarca en Moscú, avergonzado de viajar, por azar, en coche cama, escaso de dinero (qué novedad), con un ejemplar de la obra que escribió para ella (Para Asia Lacis, que, como ingeniero, abrió en mi corazón esta calle de sentido único: Einbahnstrasse). Para tocar una ciudad en la que la historia está jugando a los hombres de acero, aunque ellos, dice el ilustrado, no lo sepan bien del todo.

La historia es conmovedora, por lo poco logrado de la estancia: ella propiamente está con otro, él alberga algunas veces, por necesidad, en una habitación del hotel con ruido de cañerías, precisamente a ese otro. Muchos estrenos teatrales, pero poca soltura en los que los reciben y los juzgan. Contactos, conversaciones, debates, sin que, al parecer, su reino fuera, a

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José Miguel Marinas es profesor de Ética y Sociología en la Universidad Complutense.

W. Benjamin en las ciudades

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la postre, de ese mundo. Y las descripciones más inquietantes, sobrias, pero suntuosas de mercados, plazas, grupos humanos, habitaciones. Las arrugas de la ciudad, como los aparentes defectos de la persona amada: "las arrugas de su rostro, y los lunares, sus vestidos gastados y su andar ladeado, le atan a ella de una forma más duradera e inexorable que toda su posible belleza... Y nadie, al pasar, podrá adivinar que es justamente aquí, en lo imperfecto y reprochable, donde anida la arrebatada emoción amorosa del amante".

Quiere siempre Benjamin dar una visión de la ciudad (Moscú, pero luego y muy extensamente París, la capital del siglo XIX) en la que todo lo fáctico es ya teoría. Y por eso viene del colocón de Marsella al cambio de pensiones y hoteles y casas prestadas de París. Al menos ocho cambios de residencia en apenas cuatro años, pasando por la casa de Brecht en el Norte, por la de Dora en Italia, por la Fonda Miramar en Ibiza, donde no puede pagar más que lo que cobran: una peseta por día.

En Marsella, el chocante episodio con Bloch y dos amigos médicos encerrados en el hotel, y luego el protocolo, que narra en Hachish, de su salida por la ciudad, en la que los detalles se dan a la vista como puntos de una vida que la mirada municipal convierte en mate, mata... Y siempre el desplazarse, sin ningún atuendo deportivo, como un abuelo andarín de los de antes. Como un hombre biblioteca: el espacio del escritor, del que hablaba Barthes, multiplicado a fuerza de desposeimiento. Con el mismo aspecto de un vendedor de biblias, o de patentes sorprendentes que nadie compra. Como un músico de jazz a quien de niño le regalaron y condenaron a tocar un arpa.

Las mil páginas de París capital del siglo XIX avalan una voluntad de narrar y dar la teoría de la ciudad como un mosaico en el que siempre caben más piezas. La ciudad se abre a él como paisaje y lo encierra como habitación. Y en esta frase condensa lo más preciso de la experiencia parisina. La ciudad que es la realización del sueño antiguo de la humanidad, el laberinto, sólo - está disponible a los zapatos del caminante que conoce y registra sus demonios conjurados.por la Revolución, pero también explora -siguiendo a Poe- la paradoja intrigante del hombre confundido con la masa. Sabe el que gusta de perderse en las ciuclades que no es posible ni recorrerlas ni recobrarlas por entero. En ellas transcurre lo mejor, lo más grave y lo más liviano, de la vida. Y son, al mismo tiempo, lo que abstraemos cuando hablamos homogéneamente de fenómenos, tendencias, movimientos, datos. No es que nos falte ciencia. Es que nos falta color. O acaso la esperanza de aquella ciencia de lo concreto que Hegel barruntaba, que constituyó la apuesta del estilo de Marx -otro provinciano nómada- con la que poder unir, en este cabo de siglo casi posurbano, saber y sensibilidad.

Acaso en las ciudades, de los pocos fenómenos que, como Benjamin muestra, insisten, cabe medirse con nudos que no se dan sólo a contemplación. Pero tampoco deben darse sólo a la piqueta. Las pérdidas de edificios no suntuarios, -que cambiaron, ya muy pronto, las pieles de Berlín, de París, de Viena, de Praga-, en nuestras ciudades, eliminan un nudo del vivir sin haberlo resuelto. En lo que tienen -cuando llegan a ser Kitch, para fascinación y reto a la lupa de Benjamin- de ombligo indesmallable del sueño. O, cuando son dignos y sobrios, en lo que tienen de pasos apasionados y resueltos del arte de vivir. En París, antes de que empalidezca por la guerra y el escaso suministro de luz, Benjamin aprende que las realidades más punzantes no son para él espectáculos, son estudios.

Cuando el trabajo y el pillerío se funden al resol o al agua de los canalones, viene de Benjamin un ojo dotado no de esteticismo, sino de hiperestesia. Reconociendo la carga de teoría que se da a la mirada, el cuenco de trabajo que asoma en las formas, así como la historia soñada y negada en las fachadas de las casas. No es un viajero, sino un urbano que le toma las medidas, inmediatamente, a cada sitio. Tiene la atenta mirada de quien se sabe carente de morada duradera.

"Hay tantas calles con caminos de regreso", dice una dedicatoria de Sholem escrita para una pareja amiga precisamente en el Einbahnstrasse de Benjamin, "que no se ven. / Y si en esa dirección se entra en lo vedado / no es cierto que a uno no le pase nada. / Aquí en caso de colisiones no se -negocia;/ el rayo derriba. / Y si de pronto te encuentras por completo transformado / no es una apariencia. / En épocas antiguas, todos los caminos llevaban a Dios y a su Nombre de uno u otro modo. / Nosotros no somos piadosos./ Permanecemos en lo profano /y donde antes figuraba Dios / ahora está la melancolía".

Así de fuerte veía lo de Benjamin su colega y amigo. Sabiendo que el fugitivo fue, con riesgo propio, de lo depositado a lo fundaciernal. Por eso no deja herederos ni albaceas. Benjamin es una tribu menor que tiene desigual y apasionada estirpe.

Horkheimer y Cía le retiran la subvención del Instituto, en pleno año 40, en pleno París ocupado. Benjamin, como ocurrirá con sus ideas, sus escritos, se ha convertido, en más de un sentido, en una ciudad pillada. Pero, incluso en. el campo, en la frontera, mantiene la cortesía urbana, según testimonio de Lisa Fitko, agradeciendo con una cabeza de ilustrado sensible al alcalde. Ya está dispuesto a quedarse en el último pasaje de Portbou, pero insiste, y Lisa recuerda su misma entonación: "Merci infiniment, Monsieur le Maire".

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