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Lucro de logreros

Enrique Gil Calvo

A caballo entre otras galas circenses del circuito académico, este verano me ha tocado intervenir en un programa televisivo sobre los yuppies. De acuerdo a la lógica del medio, cuyo desprecio por los contenidos sólo resulta comparable con su aprecio por los continentes, allí sólo pude apuntar sugerencias seudobrillantes. Por tanto, la frustración consiguiente aconseja buscar otro medio más sesudo donde exponer mis razones, bajo la esperanza de que puedan ser entendidas como argumentos, más que atendidas como gestos.Ante todo, conviene separar dos cuestiones relacionadas pero muy diferentes. Por un lado, la cuestión periodística: la fascinada atención negativa que los medios prestan a un segmento de ostentosos ejecutivos financieros cuyo especulativo oportunismo carente de escrúpulos produce más envidia que admiración. Y, por otro lado, la cuestión sociológica: la emergencia, como resultado de la crisis económica (que obligó a reconvertir la estructura ocupativa, destruyendo empleo productivo y ampliando el sector de servicios financieros, tanto de intermediación como de información y asesoramiento, además de los clásicos de gestión, decisión y dirección), de una creciente demanda de profesionales expertos en competencia de mercado. Por eso fueron bautizados como jóvenes profesionales de la city: pues el más rápido crecimiento de su demanda que de su oferta determinó tanto una sustancial elevación de sus ingresos como, sobre todo, un extraordinario rejuvenecimiento de la edad con que eran reclutados y ascendidos; dado que con los existentes directivos senior ya no se daba abasto, hubo que recurrir a los novicios junior más inexpertos y recién escudillados: la era de los logreros novatos había comenzado.

Respecto a la primera cuestión (la mala prensa de que goza el ostentoso arribismo de estos nuevos logreros), no es que los yuppies sean calculadoramente exhibicionistas como las putas, en abierta oferta prostituida ante toda demanda de cualquier mejor postor; sino, más sencillamente, que están obligados a comportarse así por la necesidad de adaptarse a la abierta competencia de mercado. Y para ello, a diferencia de otros profesionales menos obligados a competir (cuyo ejemplo extremo es el de los probos funcionarios, respetables), deben anunciarse publicitariamente a fin de captar la atención de sus potenciales demandantes (igual que hacen otros profesionales de servicios no productivos sino comunicativos, igualmente sometidos a la misma competencia de mercado y también desorbitadamente retribuidos en exceso, muy por encima de su mérito y valor auténticos: músicos, actores, periodistas, presentadores, artistas, cantantes, intelectuales y demás estrellas de los medios). Pero si todos los yuppies necesitan anunciarse, todos resultan así obligados a competir doblemente: técnicamente, como profesionales, y publicitariamente, como autoanunciantes. El resultado es la representación melodramática de su caricatura escenificada, pues en la lucha por la sobrevivencia en el mercado sólo los candidatos más histriónicos, estridentes y clamorosos logran resultar atendidos y seleccionados: la cuestión es llamar la atención, aunque sea ésta la atención negativa que a los yuppies les presta distraídamente la opinión pública.

Por lo que hace a la segunda cuestión (el crecimiento de la demanda de su competencia profesional), es preciso comenzar a evaluar la funcionalidad socioeconómica de los yuppies, y no me refiero a sus consecuencias sociales en términos de solidaridad o altruismo (que no es esa la cuestión), sino al rendimiento económico a largo plazo y en términos socialmente agregados de los servicios profesionales que prestan (con independencia de todo juicio moral). Y es sólo en este sentido en el que mi juicio es negativo: creo que asistimos a una contraproducente inflación de yuppies, pues, si bien en lo más álgido de la crisis resultaron necesarios (para ampliar los mercados e introducirles mayor elasticidad, flexibilizando sus excesivas rigideces), actualmente se trata de un sector sobredimensionado, cuyas externalidades negativas superan con creces a las positivas. Una vez sobrepasado el punto de inflexión de la reestructuración, el exceso de elasticidad y de flexibilidad (es decir, de oportunismo especulativo a corto plazo) resulta ya contraproducente, pues las imprevisibles incertidumbres que introduce amenazan con arruinar la necesaria continuidad estable con respecto a la cual poder programar y calcular a largo plazo: algo sin lo cual no hay ahorro, inversión productiva ni creación de riqueza y empleo. Así, pasado el destructor momento de la reestructuración, ya no necesitamos tantos oportunistas aventureros financieros, sino, llegada la hora de la reconstrucción, más emprendedores empresarios schumpeterianos: especie rara y escasa en nuestra cultura heredada, donde sobreabunda la tradicional picaresca del improductivo especulador.

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Por eso podría afirmarse que lo malo de los yuppies no es que malgasten lo que ganan (como buenos horteras que precisan llamar la atención), sino que ya no se ganan lo que cobran: si resultan inflacionarios es porque cuestan mucho más de lo que vale, en términos económicos, el servicio que prestan. Evaluemos comparativamente los servicios profesionales prestados por los ejecutivos financieros frente a los que prestan otros profesionales no menos necesarios, como los investigadores científicos, los ingenieros expertos o los técnicos especializados. El valor del capital humano, profesional por profesional, hay que medirlo por tres parámetros. Primero, su coste de producción: aquí el yuppy sale perdiendo (aunque cobre mucho más), en comparación con un científico o un experto en nuevas tecnologías, cuyo coste de formación (en tiempo y recursos necesarios) es mucho más elevado. Segundo, la productividad de su rendimiento: aquí también sale el yuppy perdiendo, a largo plazo, sin que decir esto signifique ignorar la fuerza productiva de recursos escasos, como son la búsqueda de nuevos mercados, la multiplicación de los intercambios, la administración eficiente, la gestión estratégica, el cálculo de futuros, la toma de decisiones, la asunción de riesgos, etcétera; pero su productividad no es menor que su destructividad: quiebra de empresas, devaluación de activos, infrautilización de recursos cautivos, etcétera; y aunque también los técnicos o científicos puedan fracasar a veces, su contribución a la creación de riqueza parece superior a la de los ejecutivos financieros, cuya aportación a la economía puramente nominal, y no a la real, exhibe una tasa de fracasos mucho más elevada: véase, para el caso, el crash bursátil de octubre de 1987. Y, tercero, su precio de mercado: aquí está el quid de la cuestión, pues si su demanda supera a su oferta, un servicio, por poco cualificado que esté o muy improductivo que sea, puede resultar extraordinariamente caro, como demuestra el ejemplo de la música pop.

Ahora bien, también aquí puede demostrarse que, profesional por profesional, los yuppies valen menos que los ingenieros o los investigadores, en términos de ajuste entre oferta y demanda como fuerzas del mercado; y, sin embargo, cobran más, mucho más: ¿por qué? Si el mercado de trabajo es Ubre, el precio (el salario) baja si la demanda baja (con oferta igual). Pero si el mercado no es libre, aparecen rigideces a la baja y los precios o salarios no bajan, sino que hasta suben, cuando la demanda baja (o no asciende tanto como la oferta): es lo que sucede con los asalariados sindicados, que pueden impedir el Ubre ajuste de las fuerzas de mercado, imponiendo la rigidez salarial a la baja. Técnicos o científicos, de libre contratación, no pueden imponer rigideces a la baja (todo lo más aparecerán rigideces al alza, si están suficientemente funcionarizados en mercados internos), por lo que para ellos sí rigen los ajustes oferta /demanda. En cambio, los yuppies, como los asalariados sindicados, logran de hecho imponer rigideces a la baja para sus ingresos. ¿Por qué? Pues porque, mediante prácticas colusivas analizadas por Mancur Olson, logran ser juez y parte en su propia contratación. La endogamia corporativa, por la que el mismo segmento de yuppies actúa simultáneamente de empleadores y de empleados (de oferta contratada y de demanda contratante), es lo que permite una extraordinaria rigidez a la baja de sus retribuciones, anulando las fuerzas de mercado y determinando que sus ingresos puedan superar con creces los de otros profesionales más1impia y abiertamente competitivos.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense.

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