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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las lenguas de odio

ESTOS GRANDES foros mundiales que quieren definir términos abstractos -la libertad, el odio- desembocan casi siempre en la nada. Sobre todo si, como en la conferencia que terminó en Oslo la pasada semana sobre la anatomía del odio -un bello título metafórico, literario: no realista-, los definidores son los políticos, cuya profesión se mueve con frecuencia en terrenos en que este concepto (entre partidos, entre facciones del propio partido, entre regiones, naciones, razas) es su medio habitual. Ello no significa que esa profesión produzca individuos más dados personalmente a odiar, o que sus elementos se recluten preferentemente entre gentes agobiadas por ese sentimiento; pero sí que forma parte de su trabajo: hay en estos momentos 115 conflictos armados en el mundo.El hombre es un sujeto de la actualidad y vive estrictamente en ella; todo lo que sabe de las cuestiones eternas se refiere a lo que está pasando, y ha sido inevitable que en la reunión de Oslo el golfo Pérsico se haya convertido en punto básico. Como el odio es siempre un mal del otro, del que no habla o no está, los políticos de Oslo han definido a quien cada cual consideraba su otro como la parte que odia, la responsable de ese sentimiento. Ocurre cada día entre palestinos e israelíes, o suníes y shiíes, por no salir de ese escenario; pero es que tal vez el odio no sea la causa, sino el efecto, o el síntoma, de causas que no pertenecen, o no sólo, a los sentimientos subjetivos.

Fuera de esta discusión, hay personas que son partidarias del odio y que lo defienden como uno de los signos de vitalidad del ser humano. Hace 20 años se puso de moda entre sectores del radicalismo, sobre todo en América Latina, la exaltación de la agresividad -y a veces se decía, redondamente, del odio: de clase, étnico, nacional- como un sentimiento positivo, necesario para llevar hasta sus últimas consecuencias las contradicciones de cuyo estallido saldría la armonía anhelada. Pero ocurre que hasta la causa más justa suele volverse injusta si se intenta llevarla "hasta sus últimas consecuencias". Y muchos pagaron con su sangre esa exaltación predicada por otros.

Quienes vivimos en la gran zona mundial de los evangelios -políticos, religiosos, culturales- estamos seguros de que la gran doctrina contra el odio está en ellos; no es la única doctrina ni la única grande: otras religiones, otras filosofías han difundido y proclamado su negación al odio. Y, como los evangelios, han sido desgastadas y relegadas a presidencias de honor de cada sociedad y cada culto, pero distantes de la vida real. Otros atribuyen el odio a una "maldad intrínseca del hombre"; los contrarios, a la organización de las sociedades humanas que aplastan a las mayorías y las hacen entrar en los odios. Entre sí, se odian.

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Todo esto, sin descalzarse del coturno de las ideas trascendentales: en el pie a tierra de lo cotidiano, cualquier página de sucesos de cualquier lugar del mundo nos ilustrará del hombre como lobo del hombre. De lo cual tenemos que sacar algunas enseñanzas: la primera, que la actualidad del odio no es peculiar de nuestro tiempo, sino de la historia; ni de nuestra sociedad particular, sino de todas, primitivas o civilizadas. Si de algo podemos estar satisfechos es de que nuestro tiempo aborde el odio y la guerra como condenables, y se asombre de que algunos sucesos puedan ocurrir hoy mismo, porque valoramos el hoy mismo como un cierto progreso sobre épocas anteriores. Cualquier comparación histórica puede darnos la razón.

Si las filosofías, las religiones, las democracias, las doctrinas modernas no han conseguido apagar el odio, ni siquiera definir cómo es y cuándo es justo, poco podíamos esperar de un grupo de políticos en unos días de Oslo: de personas que están inmersas, en este momento, en situaciones donde se manifiestan los muy diferentes odios, heterogéneos y merecedores de distintas calificaciones. Según quien hable.

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