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Altibajos de una crisis

Es necesario preguntarse por qué todo parece tan sencillo en la respuesta occidental a la invasión de Kuwait por Irak y a las amenazas directas que este país ha hecho a Arabia Saudí y a los Emiratos Árabes. Tan clara es, que no se ha planteado ningún debate interior ni en EE UU ni en Europa para protestar por la acción de los Gobiernos o para proponer otra estrategia. Este apoyo masivo dado a una presión que apunta a lograr la caída de Sadam Husein puede, al menos, explicarse o justificarse. No alcanza con decir que Occidente defiende sus abastecimientos petroleros. Recordemos 1956: la nacionalización del canal de Suez por Nasser, la expedición anglofrancesa a Egipto, la oposición soviética y norteamericana a esa aventura tildada inmediatamente de colonial y el rechazo por una parte de la opinión pública del Reino Unido y Francia. Nadie puede negar seriamente la importancia de los intereses en juego, pero se debe recordar que Irak ha sido arma do por la URSS y por Francia en particular, y que Occidente se regocijó al ver cómo el ejército iraquí acababa con la revolución iraní, cuyos voluntarios encontraban la muerte én Chatt. el-Arab.La novedad no es la defensa de los abastecimientos de petróleo occidentales, que estaría en la línea de la política más clásica, sino el deterioro de la imagen del líder nacionalista que habla en nombre de la naciói árabe. Sadam Husein quiere se un nuevo Nasser; sin embarge se le ve como al anti-Nasser. El primero era un libertador, el segundo es un agresor. Esta transformación se produjo después de la lenta agonía del tercermundismo: el fin de las esperanzas puestas en los movimientos de liberación nacional. La izquierda se puso en pie por la defensa de los regímenes nacionalistas aun cuando en Francia el Partido Socialista de Guy Mollet había sido el agente más activo de la guerra librada en Argelia contra el Frente de Liberación Nacional. En la actualidad, sólo algunos intelectuales relacionados personalmente con el mundo árabe por sus trabajos y sus amistades defienden, en términos confusos y prudentes, la política iraquí. ¿Es decir que se han unido a la derecha y su nacionalismo? Esta pregunta, por lo menos, debe plantearse.

La respuesta no es original, pero se impone con fuerza. El apoyo popular dado a un régimen nacionalista no basta para justificarlo. Hay que definir la naturaleza del conflicto. Se puede ser extremadamente crítico con respecto a Nasser, nos queda que luchó por la independencia de su país contra, la dominación colonial sustituida por un régimen en manos de los privilegiados. Ahora bien, hace ya mucho tiempo que lo que sucede en esa región del Mundo -como en otras- no tiene nada que ver con un movimiento de liberación nacional, y corresponde, por el contrario, a la construcción de un Estado o un imperio. Su lógica es la de una fuerza que utiliza los mecanismos políticos o económicos del sistema mundial para propio beneficio. No los emplea, sin embargo, para la formación de un espacio político y social interior donde la condición básica era la independencia nacional, y que las guerras de conquista destruyeron con mayor violencia que nunca.

El objetivo a defender no es el respeto del statu quo, sino la reaparición de sociedades con la diversidad de sus opiniones, con sus debates políticos y sus conflictos sociales, frente a los despotismos que pueden estar al servicio de una oligarquía y de un poder extranjero, pero incluso de una nomenclatura política o de un Estado mayor nacionalista. Si el partido Baaz iraquí o su hermano enemigo sirio ya eran comunismos árabes, al menos podría decirse que exaltan la nación al igual que lo hizo la Revolución Francesa. Sin embargo, una afirmación de este tipo está muy lejos de la realidad, por estar absolutamente prohibida. Cuando, sobre las ruinas de los regímenes comunistas, finalmente las sociedades se reconstruyeron con cierto éxito, son nuevos regímenes autoritarios o totalitarios -impulsados desde el exterior por la agresión, y desde el interior por la represión- los que se crean en el Tercer Mundo, allí donde no se mantiene ni se reconstituye el poder de los privilegiados ni de sus protectores occidentales.

¿Dónde están los pueblos, dónde están las naciones? Se puede dudar del futuro de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y del propio Arafat, no obstante, su legitimidad es del mismo orden que la que poseían Nasser y Ben Bella, y se agranda a medida que se fortalece la conciencia nacional palestina. En cambio, Irak e Irán están dominados por sistemas de poder absoluto que son capaces de movilizar los sectores más importantes de la población, pero que destruyen las sociedades en nombre de las cuales hablan. Las razones por las que es necesario apoyar la lucha de los argelinos y del movimiento nacional palestino son las mismas por las cuales es necesario rechazar la teocracia Jomeinista y el poder militarista de Sadam Husein.

Esto no conduce a una defensa ciega de la intervención occidental. La ocupación norteamericana quebró el militarismo japonés y contribuyó, en gran medida, a abrir la sociedad japonesa a la modernidad económica y a la democracia. Del mismo modo, fue en la zona de ocupación inglesa donde, en Alemania, nacieron las ideas de cogestión al día siguiente de la caída del régimen nazi. Es preciso que Arabia Saudí y otros países experimenten transformaciones parecidas. De lo contrario, sólo será factible una política defensiva como la que defiende Mitterrand, pero que no tiene fuerza propia porque todos comprenden que es únicamente en EE UU donde se encuentra la voluntad política que hizo posible la respuesta. Es, por tanto, necesario hacer un llamamiento a la opinión pública de los países occidentales para que exijan que la intervención militar ejerza una acción positiva en aquel país donde se lleve a cabo. Las fuerzas más reaccionarias, militares o religiosas, se manifiestan sobre todo en el espacio dominado por el shiísmo. Nuestro interés coincide con el de los pueblos y sociedades destruidos y oprimidos por esas fuerzas. Es preciso que en el mundo árabe e iraní -como es en parte el caso de Egipto y de Turquía- se fortalezca la apertura contra la clausura, la sociedad contra el Estado, si se quiere detener, especialmente, el nacionalismo integrista que avanza en el Magreb, y que no puede considerarse, en absoluto, como la defensa de los intereses populares, aunque, como sucedió en Teherán, tenga el apoyo de las clases sociales más desheredadas.

Si se trata de defender los oleoductos, es deseable que la intervención se limite a ser lo más defensiva posible. Pero esta actitud, por muy prudente que sea, no está a la altura de la conmoción en el mundo árabe. Ante todo, es preciso lograr la liberación de las sociedades y de los pueblos aplastados y encerrados por un nacionalismo agresivo que les quita toda posibilidad de liberación y desarrollo.

es director del Instituto de Estudios Superiores de París.

Traducción: C. Seavino.

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