No pasarán
Como mínimo una noche al año nos sentamos en el muelle de cualquier bahía y silbamos la vieja canción de Otis Redding. Probablemente se trata del momento culminante del verano, ese tiempo de nadie que no es del mar ni de la tierra y que huele a pescado abandonado y a piel de compañera. En ese lugar del espacio las piernas cuelgan del muelle con la flaccidez de las marionetas sin dueño y las palabras, cuando las hay, son meros subrayados del paisaje. De noche el mar es cualquier cosa menos agua y de la negrura emergen extrañas e inquietas algas de luz coronadas por neones. Se escucha el telegráfico chasquido de los cables de los veleros y en esos mástiles desnudos uno cree ver las lanzas de la paz. De vez en cuando pasan ante el muelle fantasmales barcas nocturnas que pasean su pequeña bombilla por las radas como lo haría cualquier inventor de estrellas, y bajo los faroles los pescadores de caña adoptan la resignada actitud del funcionario que pincha el teléfono de los océanos por si se entera de algo.Sentados en el muelle de la bahía renunciamos. a enteramos de nada. Tan sólo somos la mirada que justifica tantos y tantos siglos de la belleza y la crueldad del hombre. Pasan cuerpos perfectos ante las cañoneras nerviosas y la gente habla de guerra entre miradas de seducción y de deseo. Con la copa en la mano y la respiración sosegada del mar en la cuna de las playas nos parece escuchar noticias de muerte inminente mientras proyectamos con quién dormiremos hoy y dónde iremos a pescar mañana. Es curioso hablar de guerra en pantalones cortos y sobre la arena. Las lanchas de asalto han desembarcado en nuestra imaginación y han sembrado de minas los últimos gin-tonics de la madrugada.
Pero no pasarán. Lo vendan como lo vendan no van a pasar. Cuando las banderas enloquecen no hay más enemigos que las medusas ni mas patria que nuestra propia toalla.
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