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Los hombres interesantes

Julio Llamazares

Aun a riesgo de volver a provocar las iras de algún grupo feminista (lo cual no ha sido nunca mi deseo, ni siquiera el último), voy a abordar un asunto que, pese a su significación -y a su repercusión en la llamada opinión pública, esto es, la que se forja en los bares y en las peluquerías-, apenas ha tenido ningún eco entre los comentaristas de la prensa escrita. Me refiero a la enorme profusión que en los últimos tiempos ha habido de parejas claramente desiguales desde el punto de vista cronológico y de deterioro físico. Sirva sólo como ejemplo el más reciente: el matrimonio entre el poeta español Rafael Alberti y María Asunción Mateos, una profesora de Lengua valenciana estudiosa de su obra y 44 años más joven que el que es ya legalmente su marido. Exactamente los mismos que declara la supraescrita.No caeré en el error, tan común como injusto, de tachar a estas parejas de interés, al menos por alguna de las partes, simplemente por principio. Desconozco el alma humana, pero sé que en ella caben, porque así me lo enseñaron en la. escuela, los más diversos registros. Y, a la postre, a nadie importa lo que haga o lo que piense cada uno. Sí quiero, pese a ello, hacer notar, siquiera como estadística, el dato fiel y objetivo de que, salvo excepciones, son siempre las mujeres las que aportan a la unión la juventud y los hombres el prestigio.

Hay un concepto de atracción sentimental específicamente femenino que siempre me ha interesado mucho. Es ese tan antiguo del hombre interesante, diferente e incluso contrapuesto al de atractivo. Mientras que los varones, con simpleza paleolítica, dividimos a las hembras en dos grupos (pónganles ustedes mismos los calificativos), éstas hacen otro tanto con nosotros, pero introducen en la escala de valores un escalón intermedio, el de los interesantes, rigurosamente personal e intransferible y en el que cabe, al parecer, una inmensa variedad de prototipos. Muchas veces he preguntado a amigas mías qué es exactamente un hombre interesante y siempre me han respondido lo mismo: pues eso, un hombre que no es guapo, o que es incluso feo, pero que tiene algo (y en este punto frotan los dedos como si tuvieran polvo en las uñas)-que te lo hace atractivo. ¿Y en qué consiste ese algo?, pregunto invariablemente con mi sonrisa mas cínica. Pues algo, algo que los distingue, responden ellas, también invariablemente, entre ausentes y ofendidas, recalcando, al mismo tiempo, que no tiene por qué ser lo que muchos imaginan. Y de ahí no hay quien las saque por más que se las insista.

De mis investigaciones, pues, lo único que he deducido es que ese algo que hace a un hombre interesante es siempre muy relativo, y sobre todo -y esto es lo más importante- que, pese a lo que muchos creen (claramente por envidia), no es el dinero o el poder lo que hace a un viejo fofo irresistible. Uno no debe dejarse engañar por las apariencias, por más que éstas se repitan.

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Así, por ejemplo, no es el dinero ni el título lo que hace al barón Thyssen atractivo a pesar de sus arrugas. Contra lo que usted supone, y al decir de mis amigas, el viejo barón suizo seguiría siendo interesante aun sin dinero y sin títulos, de la misma manera que los célebres Albertos lo serían aunque en lugar de un imperio regentaran un quiosco o una casa de comidas. Lo mismo cabe decir del gordo Guillermo Endara, presidente de Panamá gracias a Estados Unidos, o del ex presidente griego, el octogenario y enfermo Papandreu, sólo por citar dos casos de dinosaurios políticos recientemente casados con mujeres que podrían ser sus hijas. Hace ya mucho tiempo que quedó sobradamente demostrado (Miguel Boyer, José Federico de Carvajal, Felipe Huarte, el marqués de Cubas) que un político o un banquero serán siempre interesantes, aunque se les suba a un andamio o se les coloque al frente de un mostrador de pescado, con mandil de rayas verdes incluido.

Me resulta más difícil entender en qué radica ese algo que hace a un hombre interesante cuando ese hombre cultiva campos tan poco fructíferos como el de la literatura. Aun respetando, repito, lo que hagan los demás (sobre todo porque quiero que conmigo hagan lo mismo), no consigo comprender qué tienen los escritores -en mi opinión, y hablo con conocimiento, las personas más pesadas y aburridas de este mundo- para que muchas mujeres se conviertan a su paso en potenciales Lolitas. El mito sentimental que noveló Nabokov lo entiendo perfectamente desde la orilla vieja y oscura (ya saben: "Una piel suave de veinte años / donde olvidar los desengaños" que cantaba Joan Manuel Serrat en suo Alberto), pero, por más que quiero, no consigo comprender qué le puede apasionar a una mujer de un anciano que podría ser su padre, por muy famoso que sea o muy listo que parezca cuando habla, hasta el punto de gastar su juventud haciéndole de lazarillo y de secretaria. Entiendo, sí, y sólo hasta cierto punto, la admiración literaria, pero no que esa admiración sea tan fuerte como para querer casarse.

Y, sin embargo, son muchos los ejemplos que al respecto en los últimos tiempos se han dado. Ejemplos que, dicho sea de paso, muy rara vez se producen en el sentido contrario. Aparte del de Alberti, recuerdo ahora a vuelapluma el de Camilo José Cela, el del ya fallecido Jorge Luis Borges o el del italiano Alberto Moravia, por citar sólo los ejemplos más notables. Y a fe que se podrían aumentar si añadiésemos a la relación los de los matrimonios ratos y no consumados. No caeré en la crueldad de utilizar el ejemplo del mandil de pescadero que usé con los políticos y con los empresarios. Todos ellos, incluidas sus mujeres, me merecen gran respeto y, además, son muy libres de hacer lo que les dé la gana. Pero, por mucho que mis amigas digan, me resulta ciertamente muy difícil intentar imaginar a un joven de 30 años casado con Rosa Chacel o con Patricia Highsmith, por más que seamos muchos los que admiremos su obra y las tengamos por escritoras interesantes.

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