El árabe
En la playa, a unos metros de mí, había un grupo de adolescentes aprendiendo a seducir. Se habían educado en colegios mixtos, pero estaban tan turbados como si fuera la primera vez que se encontraran frente a un sexo diferente al suyo. Me fijé en ellos, claro; en su turbación y en sus cuerpos había algo que me había pertenecido en otro tiempo. Parecía una reunión de arquetipos: la gordita tímida, el feo insolente, el chillón, la invisible, el sensato. .. También había uno con la mirada turbia y la sonrisa artificial: era yo, y no fue agradable verme allí después de tantos años. El caso es que me puse a especular sobre el futuro de cada uno de ellos y vi cómo, dejando atrás la adolescencia, atravesaban una juventud y penetraban en el territorio de la madurez sin que nada importante ocurriera dentro o fuera de ellos. Iban perdiendo el pelo y la inocencia; cambiaban de coche, de casa, de pareja; tenían hijos que años después, en una playa, quizá también en ésta, representaban un papel semejante al que ahora, hipnotizado, contemplaba yo.En esto, vi venir por el otro extremo de la playa a un árabe que vendía despertadores y alfombras. Llevaba las alfombras colgadas del hombro derecho y caminaba inclinado hacia la izquierda para equilibrar su peso. Se paraba delante de la gente, le explicaba algo sin mucha convicción, y continuaba moviéndose entre los cuerpos gloriosos de la arena con la calidad de un aparecido. Todo el mundo sabe que es imposible vender una alfombra en una playa; sin embargo, yo he visto a este árabe en otras playas. También lo he visto en algunos barrios de Madrid, París o Bruselas. Siempre bajo un sol de justicia, aplastado por el peso de una mercancía imposible, pasa por nuestras vidas un momento y nos hiere de muerte. El adolescente de la mirada turbia me miró con miedo, como si él o yo hubiéramos estado a punto de ser ese árabe. Estuve por decirle que aún no nos habíamos librado del todo.
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