Sin reunión
Supo que se encontraba irremisiblemente de vacaciones el día que quiso estar reunido y no pudo. A pesar de todo, lo intentó. Instaló una mesa en el garaje, puso a su alrededor unas cuantas sillas, encendió medio paquete de cigarrillos y dijo a su mujer que no le molestaran porque estaba reunido. Ella le contestó con alguna petición urgente. Algo así como qué hacemos con el butano o para qué hora te va bien que encargue las pizzas. Y él, desesperado en su reunión de tramoya, intentaba encontrar una solución a esas preguntas trascendentales. Probablemente hubo algún día en que debió ser un experto en alguna cosa. En los posos del recuerdo afloraba de vez en cuando la memoria de alguna licenciatura que le facultó para el ejercicio de extrañas habilidades. Pero todo se había ido diluyendo en años y años de reuniones. La reunión se había convertido en un fin en sí mismo donde se colegiaba la mediocridad de los reunidos y las decisiones destilaban la indecisión de los tímidos. Cada reunión era un galanteo hacia la nada, ese tiempo pegajoso ganado minuto a minuto para justificar otra reunión que prolongara la primera y que diera sentido a la tercera. La reunión era para él la ascesis de una profesionalidad incierta. Llevaba años sin ejecutar nada, y esto le convertía en el más brillante de los ejecutivos. Y ahora, en vacaciones, se le exigía una decisión diaria tomada en la emergencia de una cocina sin combustible o de un almuerzo improvisado. Pensó en el extraño primitivismo que subyacía en la vida del ocio, ahí donde todo es el resultado animal del cuerpo y no del debate. Tuvo miedo ante el riesgo de escoger la pizza equivocada sin el apoyo solidario de sus otros reunidos. ¿Mar o montaña? ¿Carne o pescado? ¿Con o sin azúcar? Parece ser que lleva una semana en el garaje, reunido con sus sillas vacías y su humo de cigarrillos, dándose la razón en todo y aplazando decisiones, como siempre.
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