Del taxi al tajo
Isidro Martín se ofrece como albañil harto de soportar los atascos
"Yo he llorado en los atascos de Madrid". "Eran lágrimas de impotencia y desesperación, atrapado en un tapón sin salida en medio del paseo del Prado o en la calle de Fuencarral, con un cliente que llega tarde al médico o al aeropuerto mirándote angustiado o colérico -que de todo hay en la viña del Señor- por el espejo retrovisor, echándote las culpas de todas sus desgracias". Después de 25 años al volante de un taxi, Isidro Martín, casado y con tres hijos adolescentes, no pudo más y decidió meterse a peón de albañil.
"Cualquier cosa antes que seguir amarrado a un volante 15 horas diarias, sumergido hasta las cejas en el caos circulatorio de Madrid", sentencia. Soportar impertérrito las sacudidas epilépticas de un martillo compresor haciendo hoyos en las obras de rehabilitación del Centro de Arte Reina Soria, o cavar con pico y pala las zanjas de una valla metálica en un polideportivo en construcción de una ciudad del cinturón metropolitano, no parecen ser, sobre el papel, tareas apetecibles para un maduro taxista acostumbrado durante varios lustros a trabajar sentado al volante de un automóvil, sin más esfuerzo físico que subir o bajar alguna que otra maleta a la baca del coche camino de las estaciones de Atocha o ChamartínSin embargo, Isidro Martín dice estar feliz de haber cambiado la palanca de marchas por las vigas y el cemento, y la atmósfera minúscula, pero doméstica, de su taxi por la tórrida intemperie del mes de agosto en una obra perdida en la carretera de Pinto.
"Ahora me siento más persona. Tener que aguantar por obligación todas esas retenciones, horas punta, operaciones salida y retorno, tardes negras o episodios de circulación lenta de las que hablan y no paran las emisoras de radio, los periódicos y la televisión, acaban con la paciencia de cualquiera", argumenta Martín.
Irascible y egoísta
"El tráfico te vuelve agresivo, irascible, egoísta, y hay que tener un enorme autocontrol para no descargar tu ansiedad contra el primer ser humano que se te ponga por delante, ya sea un cliente, al que contestas con cajas destempladas, o tu propia familia que, además de soportar tu ausencia durante dos tercios del día, se convierte en el blanco de tus iras cuando regresas a casa agotado por la noche", dice este salmantino trasplantado a la capital, que justifica la fama de amargados que soportan los taxistas madrileños "en la cantidad de adrenalina, esa palabra tan fina con que los médicos llaman a la mala leche, que tenemos que tragar los chóferes de alquiler en el laberinto circulatorio de Madrid".
Esta situación de esquizofrenia entre su talante pacífico y el deber de trabajar en medio de] enervante tráfico rodado madrileño acabó, para Isidro Martín, poco antes de las pasadas Navidades.
"Llevaba varios meses, por no decir años, buscando una vía de escape para salir de la agonía en que se había convertido para mí el oficio de taxista".
"Un día, ojeando con un amigo las ofertas (le empleo de una revista de avisos, nos liamos la manta a la cabeza y, después de superar un período intensivo de discusiones con nuestras respectivas esposas, que no veían claro el futuro económico de dos hombres casi cincuentones con el pico y la pala a cuestas, decidimos montar una empresa autónoma de construcción, mientras esperamos que nos salgan otros proyectos de trabajo", dice este conductor arrepentido.
"Como no teníamos más capital que nuestros brazos, ofrecemos nuestros servicios a otras firmas más grandes y solventes, que nos proporcionan los trabajos".
"Desde entonces", añade, "no nos ha faltado tarea, ni tampoco se puede decir que hayan disminuido alarmantemente nuestros ingresos económicos".
"Ahora he cambiado el dolor de piernas y de estómago que sufrimos todos los taxistas por un cansancio meramente físico".
"Ser albañil, y más a mi edad, es duro, pero después de darte una buena ducha, sólo queda el hormigueo casi agradable de las agujetas en los músculos, y no la amargura y el estrés de 12 horas de -volante Castellana arriba y abajo", comenta el ex taxista.
Caracoles a todo gas
En las calles de Madrid se circula a una velocidad media de 11 kilómetros por hora, según un estudio del ayuntamiento. Semejante marcha no impide que el tráfico madrileño sea considerablemente peligroso, ya que, entre semáforo y semáforo y atasco y atasco, quienes conducen el millón largo de vehículos censados en la capital aprovechan cualquier tramo despejado, para trasladar al acelerador toda la tensión que soportan en las retenciones.
En los seis primeros meses de 1990 se registraron en el término municipal de Madrid 6.166 accidentes, con un total de 8.337 autorrióviles y 818 motos implicadas.
63 personas perdieron la vida en estos siniestros, mientras que otras 4.269 resultaron heridas.
El triste podio de las vías más inseguras, o puntos negros de las calles de Madrid, a tenor del elevado número de accidentes que se producen en su calzada, está encabezada por la carretera de circunvalación M-30, seguido de cerca por el quilométrico paseo de la Castellana y por la no menos extensa calle de Alcalá.
El récord absoluto de saturación de vehículos es para el tramo del paseo de la Castellana a su paso por la plaza de Colón.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.