La insoportable levedad de Kundera
JOSÉ VIDAL-BENEYTO
Vivimos tiempos de miseria intelectual. La coincidencia en el diagnóstico es casi unánime. No hay debates de ideas, la producción teórica es insignificante, no existen en lugar alguno esfuerzos consistentes de reflexión sistemática, la ausencia de pensamiento es general, la razón está en plena desbandada. En esta situación la tarea más urgente no puede ser la de lamentar su gravedad, como hacen con convicción algunos comprometidos vigías anglosajones de nuestra contemporaneidad, sino la de oponerse a las causas que la hacen posible, la de desmontar los mecanismos sociales que impiden el ejercicio del pensar.El proceso de institucionalización e industrialización de la cultura y del conocimiento, cada día más imperioso y efectivo, es para muchos uno de los factores decisivamente responsables de la actual mediocridad del mundo del saber. Estado y mercado, ganados por la capacidad convivial y estimulante de la cultura, han multiplicado en una vastísima e indiscriminada operación de relaciones públicas las instancias de financiación y producción de actividades culturales, que ha llevado a los creadores intelectuales a un retribuido activismo de congresos, premios, coloquios, textos de circunstancia, fiestas, cursos, viajes, publicaciones menores, comparecencias televisivas, etcétera. Lo que por una parte ha trivializado su función y por otra ha puesto fin a la autonomía de la intelligentsia. Al intelectual sin ataduras de Mannheim han, hemos, sucedido los atadísimos intelectuales de hoy: intelectuales-funcionarios de los gobiernos y de los partidos, intelectuales-empleados de las empresas y las fundaciones.
Con todo, la razón más determinante de nuestra indigencia intelectual es la extrema massmediatización del acontecer contemporáneo. Las comunicaciones de masa, en su más mostrenca versión, han fagocitado la sociedad de finales del siglo XX imponiéndole sus pautas, cancelando las fronteras entre el mundo y su representación y constituyendo la realidad mediática en la realidad por antonomasia. El imperio de lo efímero (lo válido es lo que no dura); la evacuación del significado por ritualización mediática (el mensaje no es el contenido ni el medio, sino el rito); la redundancia como principio fundador (sólo lo conocido merece ser conocido); la implosión del sentido por desafección e hiperconformismo (todo es indiferenciable e indiferente); la imagen, vacía de referentes, como espacio de identificación y de pertenencia (sólo cabe la participación átona, transeúnte, insolidaria); la tautología y la circularidad como cancerberos de un Narciso, baladí e implacable, son los principales rasgos constituyentes de esta forma de discurso blando -algunos lo llaman posmoderno- que preside la esfera de los medios y nuestras vidas.
Pero la realidad tiene horror al vacío, y la ausencia de pensadores genera sus sucedáneos. De dos tipos: los concelebrantes y los intronizados. Los primeros deben su categoría de pensadores a su condición de panegiristas del statu quo, peones de la pasividad posmoderna, adeptos del prêt-à-porter, capaces de vendernos en cinco minutos televisivos o en 100 literarios folios las virtudes inhibitorias de la complejidad, la dimensión criminogénica de la utopía ("cuando oigo utopía saco la pistola"), las excelencias del realismo del mal menor, los riesgos de la teoría que degenera siempre en barbarie, el culto al miedo, los efectos perversos de la solidaridad, el elogio del minimalismo y de la sociedad cool, la función de estímulo de la pobreza y la desigualdad, la denuncia de todo ideal como caballo de Troya de la autocracia, la promoción del individualismo de masa, el anuncio del fin de la historia.
Los segundos, sobre todo literatos y científicos de uso mediático y circulación bestselleriana, son elevados al ejercicio de oráculos del pensamiento cuando a su ambición especulativa, cualquiera que sea su contenido, se une la inocuidad de su aportación intelectual. Milan Kundera y su reciente Inmortalidad son una ilustración paradigmática de esta categoría.
Pocas figuras europeas del mundo de las letras más entrañables que Kundera. Su temprana lucha contra el estalinismo, la nitidez de su disidencia sin ambiciones políticas ni dividendos literarios, la sobriedad de su exilio, la pionera reivindicación de la Europa del centro como componente capital de la Gran Europa -nuestra Praga necesaria-, su alineamiento incondicional en defensa de los derechos humanos, la ironía como coartada de su compromiso, sus silencios cada vez más eficaces, irrecuperables.
Milan Kundera es y se quiere eslabón en la cadena de la gran novelística europea, la creadora de mundos. Con una voluntad intelectual, cabría decir teórica, que se afirma y decanta más y más con el avanzar de su obra. Y así su estilo apenas tiene que ver con el trabajo sobre la lengua, que cumple una función estrictamente funcional, casi irrelevante. Por ello la pobreza de su universo léxico, la trivialidad de su andamiaje sintáctico, al menos en las versiones francesas que el autor ha reelaborado y hecho suyas y que declara tener el mismo valor que los textos checos, no merecen la feroz descalificación a que se entrega Angelo Rinaldi, a propósito de La inmortalidad, en el semanario francés L`Express.
Porque nuestro autor juega en otro campo. Su apuesta está en la organización de los materiales de la historia, en la articulación de los tiempos del relato, en la formalización del acontecer de los personajes, en la estructura hermenéutica de la trama. Su estilo hay que buscarlo ahí, en la novedad y eficacia de su construcción sistémica. Kundera, hombre de cartas boca arriba, nos da en su manifiesto El arte de la novela todas sus claves.
A esta docta opción técnico-formal hay que agregar las incursiones histórico-eruditas, las continuas referencias culturales, y sobre todo la condición discursiva de sus relatos que abunda en reflexiones doctrinales, verdaderos microensayos, que en La inmortalidad se convierten en un ininterrumpido proceso / debate de ideas. El entronque con la narrativa centroeuropea de tradición culta es claro y el nombre de Thomas Mann se nos impone de inmediato.
Pero esta consonancia intelectual no hace de Kundera un pensador, ni de sus disertaciones otra cosa que lo que son: materiales de un mundo novelesco. Presentárnoslas como aportaciones teóricas de notable calado, como el pensamiento creador de hoy, que es lo que pretende la realidad mediática, es falsear su condición y la de su autor. Pues es evidente que, por ejemplo, en La inmortalidad el escritor checo no se propone emular a Guy Debord o a Raoul Vanegheim cuando reitera anotaciones situacionistas de hace 25 años, y que sabe muy bien que está divulgando, 15 años después, las consideraciones de Schwarzenberg sobre la espectacularización de la política o las reflexiones de Dieter Prokop y de Baudrillard sobre el funcionamiento icónico de nuestra sociedad (su imagología). Más aún, hacernos suponer que quiere competir con Adorno o con Gadamer en sus disquisiciones sobre la perennidad de la obra de creación y los creadores me parece una gran ofensa al buen sentido común de nuestro autor.
Este falseamiento de la naturaleza e intención de la obra de Kundera, de la que no le creo en modo alguno cómplice, me parece particularmente grave porque simula la ocupación de un espacio y de una función, que no ocupa y legitima, por ende, la inocupación efectiva de un territorio -el del pensamiento y la teoría- que nos es hoy esencial.
La levedad conceptual de Kundera, funcional a su trabajo de escritor, se convierte en insoportable cuando sirve de coartada a la deserción del pensar.
es director general de Educación y Cultura del Consejo de Europa.
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