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Montecarlo

El Principado de Mónaco es un lugar horrible. Las cosas como son. Dicho así, sin más preámbulo, parece que se desgarra un traje de noche en un clavo oxidado, o que los corazones de papel satinado ruedan sin compasión al fondo de la papelera. Las dos erres de horrible se llevan como garfios la ilusión. Lo voy a repetir. El Principado de Mónaco es un lugar horrible, cualquiera lo puede comprobar. Se puede ser príncipe y ser rana, se puede ser princesa y dormir mucho, pero ser príncipe de un inmenso aparcamiento es un insulto a la imaginación. Siento haber comenzado así este artículo. Hay verdades directas, sencillas, que discurren por caminos prosaicos y, sin embargo, es preciso enunciar. Mayormente ahora, que nos encontramos en periodo de vacaciones.Sin duda, el principado conoció otros momentos de esplendor. Dicen que la gloria de sus palmeras se desplegaba exuberante en los felices años veinte. Se invertían fortunas en construir palacetes de recreo, y los collares de perlas de las señoras eran de una vuelta, pero llegaban hasta las rodillas. Luego vino la guerra. Cuando las tropas aliadas entraron en Montecarlo, en las operaciones secundarias del Mediodía francés, parece que los vencedores se dirigieron en masa al casino. Aún giraban los ventiladores en aquel tórrido agosto de 1944. Sobre las mesas de juego yacían esparcidas las fichas que abandonaron en su precipitada huida especuladores, colaboracionistas y oficiales nazis de alta graduación. En las cocinas se fundían los sorbetes y se deshinchaba el suflé. Los camareros de la Resistencia arrojaban el delantal y encañonaban al maître. Las copas de champaña perdían fuelle. Se me antoja que ahí concluía el ensueño de Mónaco. Especuladores todavía los hay, pero eso es otra novela. Se han talado las palmeras, y en el solar de los palacetes se alzan torres de apartamentos con toldos de color. Ya no podemos soñar a este lado del edén. Sólo queda admirar la compostura de los guardias urbanos y esperar que un grupo de ancianos cruce el paso de cebra y ninguno se evapore (son tan frágiles) al sol.

Pensándolo dos veces me pregunto si de verdad son tan frágiles. Una de las premisas de la civilización del ocio, en el sentido en que lo entienden las agencias de viajes, está basada en la resistencia específica del anciano moderno a severas condiciones de transporte, alojamiento y temperatura. Montecarlo es un destino especialmente duro, donde compiten los ancianos de toda Europa, una etapa de montaña, un pentatlón de asfalto, promiscuidad y salitre, luz cegadora y sudor. Los autocares recorren el circuito de fórmula 1. El destello del mar es una maldición. Las excursiones se suceden como una penitencia. En esas condiciones, entre la admiración de tan obstinada y malgastada voluntad, no es de extrañar que la visita al acuario sea un relajo. De inmediato la sombra nos acoge. Hay peces machos de vivísimos colores, peces hembras más discretos, pececillos casi invisibles con tripas de mercurio y ojos de alfiler. En un tanque fosforescente se mecen las medusas de esperma coagulado. Hay tortugas y un tiburón. Por poco se quedaría uno en aquella compañía a vivir o a dormitar. En la penumbra fresca son seres bien tratados, mimados por los biólogos, atendidos por un celador. Fuera de ese dominio es la jungla del tour operator, donde el anciano sobrevive y camina incansable hasta donde aguante el marcapasos y lo permita el motor.

Cuando yo era niño veraneábamos a dos kilómetros de Burgos, en un chalé algo presuntuoso que hubiera debido estar en Montecarlo en vez de hallarse en medio de un trigal. La mudanza estival se hacía en carros. Cualquiera diría que estoy hablando del siglo pasado, pero el siglo pasado, en España, se prolongó hasta el lanzamiento del tercer plan de desarrollo y la introducción del motocarro corno soporte logístico de tan ambicioso plan. ¿Qué municipalidad levantará en nombre del progreso un monumento (un motocarro de bronce) al vehículo que nos puso a nivel europec, y se llevó las yeguas de mi infáncia?

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Veranear entonces era una diminuta migración. El disco del verano era Esperanza, y el servicio doméstico se ponía por las nubes o se iba a Bilbao a trabajar. Estoy echando cuentas y calculo que, entre otros sucesos faustos, el príncipe Raniero Grimaldi debió de casarse por aquellos años con Grace ".Kelly, de quien Homero dijo que en su andar se notaba que era diosa. Grace de Mónaco dejaba la pantalla para añadir su gracia a la vida del príncipe de un horadado peñón. Con los escombros se ha ido ganando terreno al mar, pero no veo que sea más fascinante ser príncipe de una escombrera. Lejos del principado, el antiguo y ruinoso castillo de Grimaud conserva, afrancesado, el orgulloso nombre de los Grimaldi de Mónaco. El pitón es hermoso, y la ruina imponente domina los campos de viñedo. Ello sirve de rescate al mediocre presente inmobiliario. ¿Qué ha sido del Montecarlo que surgía de refilón en las novelas, en la corre spondencia de artistas afortunados, y ahora miente en la publicidad? En Montecarlo, el ensueño es tan ficticio y las cosas son tan:reales que hace daño su exceso de realidad.

Que las revistas del corazón nos engañan, eso ya lo sabíamos todos. Quizá sea más cierto decir que las revistas del corazón crean los requisitos de un engaño afectivo, aceptado, que lo mismo nos alivia una siesta melancólica que nos distrae del pánico en sala de espera del dentista. Yo sigo en las revistas del corazón la saga de los Mónaco, los desplantes de la joven Mesalina, la cordura de su hermana mayor, el progreso de la calva financiera del príncipe Albert. El papel satinado en que se imprimen las crónicas de la dinastía es agradable al tacto. Las fotos se d ejan paladear. Al peso, son revistas que agradecen los porteros por el rendimiento obtenido en el comercio del papel. Mónaco me deprime. Montecarlo me abruma. Y para colmo de males ha caído en mis manos un triste reportaje de París Match.

La princesa Estefanía ha celebrado en París su cena de noviazgo. Nada tengo que decir del novio, que no le conozco. Ni del servicio del restaurante Telegraph, donde no he puesto los pies. Las fotografias nos hablan. La gente guapa estaba guapa aquella noche. La desafiante y hermosa princesa estiraba el cuello y alzaba la barbilla, pero ya no es la desdeñosa arrogancia de apenas hace un año. La princesa Estefanía prodiga el gesto altivo porque ha empezado a disimular el papo. Las princesas de Mónaco engordan según el programa genético de barbilla de Raniero. Sufriendo del calor en Montecarlo sólo queda el recurso de acudir a la penumbra del acuario. Para mantener intacta una princesa en la memoria hay que volver la rrúrada al antiguo celuloide de Grace Kelly. O recurrir a la imaginación.

Manuel de Lope es escritor.

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