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"Callo, luego existo"

JESÚS AGUIRREA Manuel del ValleNo todo es reminiscencia de Cartesius, porque él dudaba metódicamente desde el lecho y yo me alzo con un cierto título nobiliario, esto es, con el alba. (Bien es verdad que los dos fuimos aprovechados, agradecidos alumnos de los reverendos padres jesuitas). Tampoco se trata de neotacitismos por llevar lo que de mi verdad quede bajo la capa, necesaria que fue ante censuras de régimen autoritario. Hoy todo quisque publica lo que se le pasa por la cabeza. Mal asunto, puesto que por muy pocas testas pasa algo que merezca alguna pena. En realidad, la mejor guisa de ocultarse consiste en hablar sin descanso, que así pocos se maliciarán que uno no miente, pero sí calla lo que le importa.Benéfico resulta no tener que arrepentirse de las omisiones por silencio; y mejor aún de las que hayamos cometido entre un barullo de palabras estratégicamente colocadas en puntos con defensa delicada. Lo más hondo de Grimínelshausen, testigo literario de la asolación europea que fue la Guerra de los Treinta Años, es lo que no escribió en su monumental Simplicissimus (1669). Quizá por ello dicha obra es más elocuente sobre aquella catástrofe continuada que los cuadros de guerra del pintor francés Jacques Callot, cuya precisión peritísima no pasa de ser entomología. (Don Francisco de Goya y sus Desastres de la guerra constituyen otro discurso).

Socialmente es óptimo callarse porque nada se tenga que decir; excelso porque tenemos para decir cantidad cualificada. Wittgenstein lanzó su imperativo "hay que guardar silencio"; Otto Neurath corrigió al vienés apocalíptico, reinstaurando el tiempo: "Hay que guardar silencio acerca de algo". Van en este callar las torturas de la civilización, las salvaciones, por pies quebrados, de la cultura. Nuestra salvación personal estriba en prorrumpir en algún que otro alarido, nunca muchos.

Abiertas de par en par, las ventanas son un peligro, porque por ellas vemos, con Baudelaire, nada más que infinito, y atrae éste palabras enormes. Mejor medio botarlas; y las puertas, cerradas, que no nos impondrán de lo contrario un pánico, pues nadie entrará a visitarnos. En soledad entera sí que somos capaces de decir demasías. Para el amor, que en suma es una operación más solitaria que otras , musitar ayuda. Que así nadie se entera (sobre todo el otro) de lo que decimos. Ya son harto elocuentes los jadeos y demás lindezas animales.

Renato Cartesius calló ante los críticos de su Discurso, dedicándoselo a Nuestra inverosímil Señora de Loreto, la de la casita de Nazaret en volandas angélicas hasta Italia, y alistándose en las tropas holandesas. Galileo Galilei tuvo que mentir para no desdecirse del todo de su sólida ciencia; en cambio, el frailazo Savonarola habló sin tino. A la postre, resultan heterodoxos los que se van de la lengua. Lo eficaz, y largamente, es ser heterodoxo y pugnar por no resultarlo.

Una vía que exhibe silencio pasa por vestirse atrevidamente. Échele usted colores, eso sí, en telas bien cortadas, a su cuerpecito serrano y se creerán los no iniciados y los cotillas que va usted de incroyable. No cabe duda: una corbata estridente o un pañuelo clamoroso en el bolsillo de la chaqueta bien valen la oportunidad del silencio. Los atuendos oscuros que impone el siglo XIX tienen un contrapeso: el del testimonio logorreico, tan propio de aquella centuria. No me imagino a Proust con pantalones azules y levita rosa, que bien hubiera podido endosarlos para mentir sobre el sexo de Albertina y del de con quien (Roland Garros) desapareció. Pero fue de oscuro como escribió sobre las enfermedades casi imaginarias de su tía y acerca de la asidua afición a Balzac del señor de Guermantes. John Ford, en cambio, un inglés isabelino, enarbolaba un arco iris en su vestimenta para estrenar su alarido incestuoso: "¡Lástima que sea una puta!".

Aterraba a Pascal el silencio de las estrellas, que imitó en la rigurosa economía de palabras en todas y cada una de sus frases. James Joyce, por el contrario, abunda tanto en contenidos y palabras que ocluye la porosidad del lector avisado y suplanta su actividad peligrosamente. El Ulises supone casi un asesinato del lector. Cosa que no ocurre, por ejemplo, con Gide o los Machado o Luis Cernuda.

La buena crianza prescribe callar como si se hablase. Por cada vida, uno o dos gritos a lo sumo, eso sí, bien colocados. Nada tienen que ver éstos con el improperio final, que será mejor si suena sordamente. Oídos tapados ante los trompetazos angélicos (yo he impetrado ya todo un arcángel para mi carne solita) en la mañana de la resurrección. Quien habla por demás insiste; quien calla en la medida justa existe. Desde luego que callar no equivale a acallar, harina esta del costal hipócrita; ni es tampoco otorgar, gesto que debe cumplirse únicamente por los parajes escarpados de la acción. "En el principio fue el Verbo". Goethe quiso corregir: "En el comienzo era el Acto".

Escribir anónimos puede hacerse, pero enviarlos nunca, que entonces se perpetra vileza. Publicar con seudónimo es un juego de sociedad que sólo los tontos pierden al intentar la adivinanza de cuál sea el verdadero nombre del autor. Multiplicar heterónimos está de moda, porque vivimos en una sociedad abarrotada; el heterónimo inaugura una vía de escape. Desde el punto de vista subjetivo, heteronomizar desvela un cierto cansancio de la identidad propia. No es necesario que acaezca aquel lleno social para que se produzca esta hartura personal, pero algo influye. El mundo, como decía a Inés un personaje de Moliére (que se sospecha últimamente, para descalabro de los historiadores políticos de la literatura, que fue Corneille), "es una extraña cosa".

Jesús Aguirre es duque de Alba.

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