Poderosos partidos débiles
Quizá no sea muy aventurado decir que en la historia de nuestra castigada vida política nunca como ahora los partidos han sido tan poderosos institucionalmente y, a la vez, tan débiles y vulnerables desde el punto de vista sociológico.Nunca han sido, ciertamente, tan fuertes desde la perspectiva político institucional. Lo son demasiado, quizá. De la dictadura franquista, en que fueron liquidados, a la democracia, en que, como reacción lógica, han sido institucionalizados o cosificados, hay un abismo.
Las raíces de esta paradójica situación están, sin duda, en la forma en que se realizó la transición y, especialmente, en las dos normas claves de la estructura política: la Ley Electoral y la Constitución. El decreto-ley de 1977 (preconstitucional), cuyo contenido básico sigue vigente en la actual ley de elecciones, centralizó y acorazó el sistema de partidos que surge de los primeros comicios de 1977, y, en su interior, a las cúpulas dirigentes mediante diversas técnicas: listas cerradas y bloqueadas, capacidad exclusiva de presentar coaliciones, representación en juntas electorales y televisión y, muy especialmente, una fórmula de financiación estatal en función de los escaños obtenidos, factores todos ellos robustecedores de la tendencia de toda organización a la concentración de poder en unos pocos.
Todo el proceso constituyente, secreto (!) en sus comienzos, estuvo monopolizado por unos partidos o, más exactamente, por esas élites, que ya no requerían de fuerza social porque sólo contaban los escaños conseguidos, y a las que el descenso en picado de la movilización social no estorbaba en absoluto, más bien al contrario. No es extraño, por eso, que de la Constitución emane una concepción de partido-órgano del Estado, con competencias exclusivas en el fundamental hecho de la representación, pero sin control equilibrador alguno.
Además, la Constitución, que en tantos otros aspectos es modélica y ha contribuido a la consolidación democrática, en el ámbito de la participación política directa o espontánea de los ciudadanos es tan restrictiva que está inédita. La iniciativa popular es virtualmente imposible, y hasta el referéndum está pensado como plebiscito, en manos del presidente del Gobierno.
El diseño se redondea con un reglamento parlamentario que hace del Congreso de los Diputados una cámara peligrosamente burocratizada y dirigida de principio a fin por el Ejecutivo. Esto se ha puesto clamorosamente de manifiesto con la imposibilidad metafísica de que el Parlamento, no sólo no pueda controlar al Gobierno, sino que ni siquiera pueda investigar las responsabilidades políticas de ciudadanos vinculados muy estrechamente a las cúpulas de partidos políticos diversos. Es más, las limitaciones reglamentarias impuestas a los propios grupos parlamentarios para poder controlar la labor del Gobierno -interpelaciones, preguntas, etcétera- o poner en marcha iniciativas legislativas, convierten, de hecho y de derecho, a la totalidad de la Cámara en un gigante mudo, que sólo puede expresarse cuando la Mesa del Congreso, controlada por el Gobierno, se lo permite.
Resumiendo: las leyes electorales conceden a los partidos potestades decisivas en el proceso representativo, pero esos partidos, que necesitarían ser legitimados permanentemente, no pueden ser controlados; la Constitución dice que su estructura y funcionamiento deben ser democráticos, pero la deficiente Ley de Partidos Políticos no establece la fórmula para garantizarlo; y, en fin, los partidos se supone que manifiestan la voluntad popular en el Parlamento a través de los grupos parlamentarios, pero el dominio de éstos sobre los diputados individuales, la expropiación del debate hacia su interior -en las escasas ocasiones en que éste existe-, en detrimento de la Cámara, y un reglamento rígido impiden que la institución parlamentaria realice las funciones que a estas alturas siguen justificando su existencia.
En definitiva, el poder institucional de los partidos, que llega a su extremo cuando ocupan el Gobierno, conduce a que suceda lo que hoy día es el elemento crítico central de nuestra democracia: la imposibilidad de exigencia de responsabilidad política.
Otras dos cuestiones irresueltas enrarecen aún más el sistema: la financiación pública y el reparto de premios y castigos cuando un partido alcanza cuotas de poder. Todo ello hace que esos partidos, que salían prestigiados de la dictadura, sean hoy débiles sociológicamente, como, por ejemplo, lo demuestra la escasa militancia, seguramente la más baja del mundo occidental.
La de sideologización o el predominio de otros valores distintos de los de la moral cívica, conjuntamente con la languideciente y escasa vida y la oligarquización estructural de los partidos, desincentivan la participación, tanto la interna como la del elector, crecientemente escéptico.
Los partidos están cada vez más alejados de la vida real. El ciudadano los desconoce y ellos desconocen al ciudadano. Los partidos han renunciado a trasladar ideas y debates a la población y, en general, a su función de doble camino: de abajo-arriba y también de arriba-abajo. Porque, efectivamente, el partido tiene una función pedagógica que cumplir. No puede actuarse a golpe de encuesta, y menos desde una posición de izquierda, corriendo en tropel allí donde están los votos y abdicando de cualquier función transformadora o creadora. Como tampoco es tolerable que se acepte cínicamente que los programas electorales no están para cumplirlos.
La verdad es que los partidos no han sabido percibir los enormes cambios de fondo que, en el fin de siglo, ha experimentado nuestra sociedad, en la que las rígidas adscripciones sociales han desaparecido. Los pilares típicos de los partidos clásicos (ideología y organización) se han quebrado. La lógica de la identificación como cultura política ya no funciona como antes, y el ciudadano se ha hecho más laico.
Ante su crisis de identidad, los partidos han recogido lo peor de la sociedad civil (la ideología del éxito electoral al precio -moral o político- que sea) y se han encogido, centralizándose y resistiéndose a la evolución, como si de poderes fácticos se tratase.
Los partidos se han hecho institución. No nos parece una casualidad que se haya empleado en la reciente vida política española la expresión "bloque institucional" para definir una mayoría parlamentaria. Se trata, desde luego, de eso; de algo bloqueado, parado, detenido, es decir, institucionalizado. Ésta es la peor de las definiciones para los que se supone que son agentes mediadores y dinamizadores de la participación política.
Pero en política, como en otras cosas, lo que se detiene retrocede y se empobrece; y no es éste el futuro que deba, resignadamente, esperarse ni soportarse.
Hay que admitir que el proceso democrático español ha llegado a una fase más madura que la incipiente de 1977, y que el traje empieza a venirle estrecho. Lo que pudo ser funcional entonces, hoy se ha transformado en disfuncional y paralizante. La consolidación de las élites y de los líderes ya no es el objetivo principal de las relaciones políticas, sobre todo cuando esa cuestión, convertida en obsesión, ha frenado la participación ciudadana.
La sociedad española necesita la convulsión profunda de las fuerzas políticas, sobre todo de las que se apellidan progresistas. El fortalecimiento de los partidos vendrá de su apertura y no de su clausura, vendrá de la renuncia a privilegios jurídicos o financieros que adormecen como la peor droga, vendrá de un mayor debate y democracia interna.
Junto a ello, debe examinarse seriamente la necesidad de crear vías mucho más amplias para la participación ciudadana extrapartidista, incluso no organizada, a través de fórmulas de democracia directa, conocidas o por descubrir.
No debe olvidarse que los nuevos movimientos sociales siguen la lógica de la autonomía, no de la representación. La democracia española no puede vivir en base al monopolio de la vida pública por los partidos, que, al menos hasta ahora, ha desembocado en la gubernamentalización y burocratización de la realidad parlamentaria y en la esclerosis del sistema político en su conjunto.
Que no sean los partidos -y, sobre todo, el partido que hoy tiene la responsabilidad del poder- los sujetos que ofrezcan en España la mayor resistencia al cambio. Sería una triste paradoja que los españoles nonos merecemos.
Suscriben este artículo: María Gómez de Mendoza José Antonio Gimbernat, Manuela Carmena, Cristina Almeida, Jaime Sartorius, Juan José Rodríguez Ugarte, Faustino Lastra, José M. Mez. y González del Campo y Fernando Galindo.
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