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EL AUGE DEL INTEGRISMO

Los políticos de Alá

Escalada electoral del islamismo norteafricano

Dos grandes aspiraciones encienden en la actualidad al mundo árabe y musulmán. De un lado, la sed de democracia y justicia; de otro, la reafirmación de la propia identidad cultural. Desde el punto de vista de Occidente, ambas corrientes son contradictorias. Desde el Sur, esa oposición no es tan evidente. Cada vez que los musulmanes tienen ocasión de expresarse en las urnas, los partidarios de la aplicación de la ley coránica obtienen resultados espectaculares.

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Muchos de esos triunfos se obtienen a pesar de que muchas veces sus organizaciones ni siquiera están legalizadas. Ocurrió en Egipto en abril de 1987, en Túnez dos años después y en Jordania el pasado noviembre. Ahora el Frente Islámico de Salvación ha derrotado en buena lid al Frente de Liberación Nacional (FLN) de Argelia, el partido que deslumbraba a tantos izquierdistas electorales por su apostolado en todo el Tercer Mundo a favor de la industrialización, la secularización y el socialismo.Como el propio islam, el moderno islamismo -el movimiento político calificado peyorativamente en Occidente de integrismo musulmán- tiene dos grandes ramas: la sunita y la shiíta. La Cofradía de los Hermanos Musulmanes fundada en 1928 por el egipcio Hassan el Banna inspira a los militantes sunitas desde Damasco a Dakar; la revolución iraní de 1979, a los shiítas desde Beirut a algunas Repúblicas soviéticas.

Hasan el Bana denunciaba el dominio colonial británico en el Valle del Nilo. Jomeini predicaba contra un sha qe vendía su país a Estados Unidos. En uno y otro caso, el islamismo nació a causa de la colonización occidental y contra ella.

La derrota a los puntos de Irán en la guerra del Golfo y la muerte de Jomeini han restado empuje al islamismo shií. Sin embargo, estimulado y financiado con tanta discreción como perseverancia por Arabia Saudí, el islamismo sunita de la escuela de los Hermanos Musulmanes avanza viento en popa, como acaban de probar los comicios argelinos.

La diferencia entre ambos modelos está en que, siguiendo su tradición histórica, los shiíes de Asia son más revolucionarios, más dispuestos a instaurar aquí y ahora un Estado teocrático universal donde reinen los valores más libertarios e igualitaristas del mensaje coránico. En cambio, el islamismo del egipcio Gaber Risk, el tunecino Rachid Ganuchi, el argelino Abas Madani y el marroquí Abdesalam Yasín es más bien conservador, pone el acento sobre el respeto a los valores tradicionales de los países, norteafricanos.

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En la lucha por su objetivo, los shiíes no están dispuestos a ahorrar medios, incluyendo el martirio y el terrorismo. Los suníes prefieren, por el contrario, conquistar el poder por la predicación y las elecciones.

La diferencia de temperamento entre unos y otros es, la que hay entre la República Islámica de Irán, sola en su delirio contra todo el mundo, y la prooccidental, astuta y muy rigorista Arabia Saudí.

Los jóvenes dirigentes

En uno y otro caso, muchos dirigentes islamistas son jóvenes que han recibido una educación secular a la occidental; con frecuencia una educación técnica y científica. Esos jóvenes propugan un regreso ideológico a los valores de la edad de oro del islam, sin por ello rechazar lo que consideran buenas cosas de la modernidad occidental. Su ideal sería apropiarse del ordenador sin la moral y las costumbres de los países que los fabrican.Fascinados por el espectáculo de la prosperidad occidental, tanto más insultante cuanto se compara con su pobreza, esos jóvenes no reaccionan como las gentes de la Europa del Este. Ellos pertenecen a otra cultura, tienen un instrumento ideológico propio y poderoso que oponer a las emisiones televisivas vía satélite que les llegan del Norte.

Para los islamistas, el pensamiento occidental es colonialismo mental. El islam, en cambio, es suyo y contiene todo lo que el ser humano puede necesitar, incluida la justificación de su anhelo de una vida mejor.

La raíz del problema planteado por el islamismo es saber si el europeo es o no el único modo posible de desarrollo material y espiritual en nuestro planeta. La coincidencia en 1989 del bicentenario de la revolución francesa con el hundimiento comunista, dio alas a los partidarios de una rotunda respuesta afirmativa a esa cuestión.

Pero 1989 fue también el año de la gran polémica universal despertada por la condena a muerte de Salman Rushdie. El rechazo absoluto que mereció la delirante sentencia de Jomeini quizá ocultó en Occidente la existencia de un real conflicto de derechos.

Uno, el de un escritor a poner negro sobre blanco lo que buenamente le plazca; otro, el de una colectividad de cientos de millones de seres humanos a que sus creencias sean respetadas. Moncef Marsuki, un escritor tunecino, apuntó una posible salida al dilema.

En Le Monde escribió: "Los derechos de la persona, especialmente el de la libre expresión, son inalienables. Los de la comunidad, en especial el respeto de sus creencias, no lo son menos. Para encontrar la línea de separación basta atenerse a la regla de oro: la libertad de uno termina donde empieza la del otro".

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