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Reportaje:

Juegos de guerra

El portaaviones 'Eisenhower', una ciudad bélica en el Mediterráneo

Juan Cruz

En la sala de mandos del portaaviones norteamericano Eisenhower, que la semana pasada navegaba al sur de Baleares, descansaba un juguete de cuarto de estar: el juego de los barquitos. 1H, tocado. 2M, hundido. Confundido en aquella estantería, el juguete coexistía con las claves que han convertido a los ordenadores en los seres sin rostro que disparan. Entre los 5.300 habitantes del fabuloso navío, emblema de la VI Flota, parece flotar una consigna inconsciente: "Nosotros no queremos la guerra, estamos aquí para que se mantenga la paz". En la explanada de 333 metros que constituye el portaaviones propiamente dicho, el ruido ensordecedor de los aviones de combate convierte el navío en un escenario de la guerra.

No suena un solo disparo, pero es tan impresionante lo que se despliega en torno al ejercicio militar simulado que da la impresión de que si bien aún no ha surgido la guerra lo que pasa es que ha estallado la paz.Los norteamericanos simulaban una guerra con la aviación española. Cuando estuvimos con ellos aún no se sabía quién iba ganando. Era natural: aquello era un juego de guerra, un war game en el lenguaje anglosajón, unas maniobras militares en la jerga española.

Como piezas esenciales de esta batalla simulada, la Navy de Estados Unidos llevaba el portaaviones Eisenhower -llamado familiarmente Ike, como el presidente norteamericano que le da nombre- y un buque mítico entre los coleccionistas de joyas militares: el Ticonderoga, un transportador de misiles nucleares, dotado también con un radar de gran alcance y con un sistema de disparo de torpedos antisubmarinos que le conviert e en un destructor temible.

La guerra está en la parte de arriba. El portaaviones tiene una capacidad idónea para albergar máquinas bélicas: hasta 75 aeronaves de despegue inmediato, todas ellas de los tipos conocidos como innovaciones, desde el F14 al F18. Los aviadores son jóvenes y nos transmiten en persona una imagen distinta a la que aparentan en el aire: como las maniobras han de ser sincronizadas y perfectas, todos ellos tienen cuando están ante los mandos de su aeronave el aire agresivo del que se defiende, o del que ataca.

Los aviones despegan y aterrizan con una velocidad exacta y simétrica. El prodigio que les impide zozobrar depende de una maquinaria complicadísima: para aterrizar, los aviones se sirven de unas poleas de acero, dispuestas sobre la pista del Ike y controladas electrónicamente. Hay hasta cinco cuerdas de seguridad que se adhieren como lapas a la barriga de los aviones. Una vez, mientras estuvimos allí, falló una de ellas, y el avión -un F14- salió despedido con toda su potencia -más de 250 kilómetros por hora- de nuevo al aire. Luego regresé y el piloto tuvo la puntería de engancharse a otra de las cuerdas.

Para despegar, la sindéresis entre el piloto, su aparato, la burbuja desde la que se controla el envío del avión al vuelo y los gestos de ballet histérico que compone el personal de tierra para confirmar cada una de las órdenes ha de obedecer a una puntería similar. Si no, el desastre.

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Es la preparación incesante para la guerra. "La mejor forma de prevenir la guerra es estar preparado para ella", decía el almirante del Eisenhower, Thomas C. Lynch, alto, cuadrado, un norteamericano de Ohio. Pero, ¿y dónde está el enemigo?

Una de las últimas acciones bélicas de la Armada norteamericana tuvo su escenario en Libia, cuyo país fue atacado hace cinco años para castigar, según los papeles oficiales de propaganda de la Navy, el terrorismo alimentado por el coronel Gadafi. El rescoldo de aquel conflicto no parece haberse agotado en la memoria de los soldados norteamericanos: sobre el mapa del mundo de una de las dependencias del Eisenhower el rotulador de un militar dejó escrita la siguiente inscripción: "Lybia Assault 1990. Eat shit!" (Asalto a Libia 1990. ¡Come mierda.1). La fecha es lo que más intriga, porque el asalto ya tuvo lugar.

El Eisenhower es un monstruo de diecisiete niveles que constituye en sí mismo una ciudad en la que caben un periódico diario -las noticias se dan dos días más tarde, "pero para el mar siempre hay dos días de retraso", decía su director, el teniente Ken Ross-, una revista que se hace llegar a los familiares, tres estaciones de radio y dos cadenas de televisión. La atmósfera disciplinaria es relajada. El capitán del buque, J. J. Dantone, explica esta apariencia: "Es mejor así: en Berkeley se han hecho estudios que aconsejan que se relajen los hábitos para incrementar la eficacia. Y la Navy no puede sustraerse a esas conclusion,W.

250 rapados

Todo es grande en esta ciudad flotante, y es sobre todo enorme el coste del Ike: tres billones de dólares. Los detalles son de parecida magnitud: 20.000 comidas se sirven cada día; 13.000 bebidas ligeras; 180 docenas de huevos, y se lavan hasta 3.000 kilos de ropa sucia cada día. Y se rapan 250 marineros diarios. Esa infraestructura, y todo lo que se hace en el barco, tiene un único objetivo. Lo dice el almirante: "El modelo es la fuerza, estar preparados para cualquier eventualidad. Claro que nos gustaría que jamás hubiera ningún tipo de confrontación"."No se trata de juegos de guerra", dice el almirante, "sino de ejercicios de entrenamiento mutuo en el que todos aprendemos algo". Resulta atosigante tanta prisa y tanto entrenamiento cuando no se vislumbra guerra alguna. "Parece que disfrutamos de un tiempo de paz y de armonía, pero el futuro ya no es lo que solía ser". Por eso se entrenan tan frenéticamente, y por eso les desconcierta que el Congreso esté pensando en recortar los presupuestos militares.

Sobre las palabras del almirante, el ruido incesante de los aterrizajes. Incluso él se sobrecoge: "Claro, yo no soy aviador". Los aviadores lo toman con más tranquilidad. Uno de los que le sirven de apoyo en tierra, un tejano de la frontera con México, dice que alguna vez ha habido sucesos irreversibles: "Perdirnos un F 18 en el mar, pero luego el piloto volvio a volar. Tenía big cajones (grandes cojones, él decía cajones, de broma)". Eso, cajones, es lo que, según su propio lenguaje, les permite seguir en el que consideran, "probablemente, el oficio más peligroso del mundo". No sólo atemorizan a los hombres con sus estruendosas máquinas -"pero son suaves de conducir, como un Masseratti", dice el almirante- estruendosas, sino que también parecen pretender atemorizan al mismo aire: águilas fieras, guadañas ilustradas con una calavera oscurísima, panteras de dientes afilados son algunos de los emblemas tétricos con los que vuelan estos escuadrones de la guerra.

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