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Los amores tardíos

Son los que se viven al llegar los años terminales de la existencia, en el ocaso de la pasión humana. Efímeros, pasajeros, vibrantes y hasta intensos, se desvanecen dentro de la esperanza ilimitada que crea el amor. A veces, se disfrutan para rematar lo que no se ha vivido completa y satisfactoriamente. Por ello, asombra la ingenuidad del amante tardío, el entusiasmo gozoso ante el descubrimiento de la persona amada. Es una vuelta atrás, hacia el pasado como futuro.En su espléndida obra La memoria del logos, Emilio Lledó nos sorprende al afirmar que la reminiscencia platónica es un saber del pasado que apunta hacia el futuro. Así pues, el hombre que no ha vivido realmente una historia amorosa variada y rica, se entrega genuina y puramente a la exaltación amorosa con frenesí dionisiaco que le puede llevar a la destrucción de sí mismo. Vuelve a experimentar el amor juvenil en toda su ciega torpeza oscura para sentir revivir su energía perdida. Y realmente la recobra para precipitarse en el abismo de la soledad y del vacío de la existencia. Su subjetivismo ardiente no le permite comprender la realidad del ser que ama y la distancia que le separa, y acaba por anonadarse en él para gozar de su potencialidad recuperada. Es feliz en una serie de momentos sublimes, pues, como dijo Kierkegaard, la eternidad es el instante. Hasta que se apaga la exaltación amorosa en una quietud inerte, reposo melancólico y meditativo, Entonces despierta del sueño de ese amor tardío para comprender la diferencia que le separa de la persona amada y planteársele el dilema de la ruptura definitiva o de la resignación postrera.

Sin embargo, recientes investigaciones psicosociológicas del profesor Bernabé Sarabia han demostrado la multiplicación inusitada de los amores tardíos con grandes diferencias de edades; el enriquecimiento que significan para las individualidades decaídas y las perspectivas infinitas de vida que abren, así como el poder que tienen de enardecer la pasión mortecina y entristecida de los hombres de la tercera edad. Cabe también que se ame tardíamente para revivir lo ya vivido. Es un viaje de regreso a la conciencia de sí mismo. Entonces, el amante tardío descubre los errores cometidos, la falta de comprensión para el ser amado, sus extravíos sexuales solipsistas, su introversión estéril, demoniaca, en el monólogo interior. Revive, pues, en el amor tardío el que ya experimentó en su sabiduría madura, pero puliendo y perfeccionando el sentimiento amoroso. Puede volver al antiguo amor olvidado, a esa figura hundida en la sombras del inconsciente. A este respecto, es maravilloso y sorprendente ese pequeño cuento de Maupassant: un viejecillo y una vieja aún bella vuelven a encontrarse en un parque de París, después de muchos años sin verse ni saber el uno del otro. Comienzan a hablar, a recordar evocando sus amores pasados. Se abrazan, se besan con ardor y son llevados a una comisaría por atentado a la moral.

Puede ocurrir también que la conquista amorosa sabia y madura que se consuma en la revelación recíproca se corrompa en el transcurso de los años en conflictos insolubles. Con el tiempo transcurrido, la reflexión mide y juzga lo acontecido y se toma a buscar la persona que se amó para completar una historia inacabada por imperfecta. Y ya con la serenidad de los años (virtud ciceroniana de la vejez), cree reencontrar el amor perfecto, en un olvido recíproco de toda pasión posesiva. Claro está, que cuando se ha vivido la dialéctica experimental del amor y de la pasión, ya no se busca a nadie como figura ideal. Sin embargo nos encontramos en las aceras de la vida con criaturas esplendorosas, bellísimas, que atraen y hasta subyugan. Entonces, se viven sentimientos apagados de amor tardío, sin intensidad vibrante, más contemplativos que reales, con el único objetivo de aspirar la esencia secreta, exquisita, oculta de un ser hacia el que nos proyectamos. Pero no se vive el amor con solidez y enjundia sentimental. Effleurer le sentiment, aconsejaba André Gide, es decir, rozar ligeramente la superficie encarnada de un alma y nada más. Suelen ser estos amores múltiples, sucesivos, y acaban sin saberse bien por qué causa. Pero en su transitividad nos revelan la esencia trágica de la existencia, su flujo dinámico, la realidad y presencia de la muerte.

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En este sentido, Santayana piensa que la vida es dinamismo, contingencia, posibilidad incesante, cambio. Hay que aceptar, pues, esa finitud que nos atrae del amor tardío que corresponde a la verdad existencial. También cabe decir como Unamuno un no rotundo a la muerte por ansia egotista de conservar el Yo infinito y mutable. Igualmente es posible escoger otro camino, el prudente y sabio de García Bacca, el cual sostiene que vivimos distintos Yos en nuestra vida: el infantil, el juvenil, el maduro, el anciano, y que se mueren sucesivamente y no podemos recordarlos. ¿Sabemos contar con exactitud la historia de nuestros años infantiles? ¿Y la muerte no es una nueva etapa de la vida? Muere un sentimiento que no tiene una hondura profunda, porque ya no se puede experimentar con energía ardorosa el amor. La potencialidad del hombre, decía Santayana, está unida a su impotencia porque hay realidades de la materia que nos limitan forzosamente y no podemos evitarlo. Claro está, que los amores tardíos, aunque nos descubren por su brevedad la muerte de la vida, son dulces y acariciadores, y no llegan a atormentarnos como ese personaje de Tolstoi en su cuento La muerte de Iván Ilich, en el que se describe su paulatino quebrantamiento y postrer caída al pensar que algún día morirá. Pero a la muerte no se la aguarda solo y aislado, en un estado de angustia pensativa. Realmente, se experimenta su realidad en los amores tardíos fugaces y breves.

Lo que separa a una joven y un viejo lo expresa patéticamente José Bergamín en estos versos: "Tú estás pensando en tu vida, yo estoy pensando en mi muerte. Por eso es ya tan difícil que tú puedas entenderme". Por ello, la armonía y la comprensión no se pueden realizar con plenitud en los amores tardíos.

Se afirma con razón que no hay edad para el amor, que las diferencias de los años no cuentan para el abrazo y la ternura amorosa. Sí, puede una joven encontrar en el hombre maduro y encanecido el padre olvidado, y a su vez el anciano descubrir en esa criatura la hija que no pudo querer ni desear. Entonces se unen por una compasión recíproca de sus amores frustrados, pero no pueden jamás identificarse realmente. Claro está, todas éstas son hipótesis, la verdad es que la joven tiene todo el tiempo ante sí y él, el viejo, lo ha perdido para siempre. ¿Pueden comprenderse, es decir, unirse, estando situados en distintos espacios del tiempo? Einstein con su teoría de la unificación del universo nos diría que sí, que es posible fundirse dos seres distantes y distintos. Pero. ¿por cuánto tiempo? No importa, da lo mismo lo que dure, aunque reconociendo el abismo de vida y muerte que los separa es posible vivir un amor profundo, pero finito, temporal.

Ahora bien, cuando se piensa en la muerte y se está esperando la mano de nieve (Bécquer), puede brotar el último amor como desesperación. Todo lo que no se encontró en la vida: el éxtasis, el deliquio, la felicidad, el entendimiento recíproco, se espera realizarlo en este último y definitivo amor. Entonces, como ya no hay futuro ni esperanza, no se puede esperar, se cae en la desesperanza, que es más mortal y aniquiladora que la desesperación misma. Así, este amor del que se esperaba todo, la realización del Absoluto, la plenitud reconquistada de todos los amores pasados o perdidos, nos crea la angustia ante la muerte como posibilidad cierta.

Este poder ser no es una realidad, sino un sentimiento de acabamiento, y por ello nos aferramos desesperadamente al último amor como al hálito mismo de la vida. Los amores tardíos son pues, trágicos, por su condición reveladora de esa finita infinitud del hombre que es la historia.

Carlos Gurméndez es autor de Teoría de los sentimientos

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