Un grito de alarma
Pasan las semanas y no hay forma de que la política española levante el vuelo. Una y otra vez volvemos a los mismos temas y mientras en el mundo que nos rodea ocurren cambios descomunales que van a condicionar nuestro propio futuro aquí sólo hablamos de Juanes Guerras, de Naseiros y de Prenafetas. No digo que estos casos no sean significativos y que no se tenga que llegar hasta el fondo en cada uno de ellos. No digo tampoco que no revelen algunos problemas profundos de nuestro sistema y de nuestra cultura política. Pero el tratamiento que se les está dando nos impide realizar una reflexión seria sobre lo que ellos mismos representan y sobre sus efectos en nuestra vida colectiva, y, en vez de utilizarlos como una ocasión para superar defectos, sanear situaciones y elevar la confianza de los ciudadanos en el valor de la democracia, se están utilizando exactamente para lo contrario, para sembrar la desconfianza, para deteriorar el prestigio de la política y los políticos y, se quiera o no, para debilitar la legitimidad de todo el sistema democrático.Seguramente todos somos un poco culpables. Por pasividad unos, por frivolidad otros, por una suerte de parálisis que nos aqueja a muchos ante tanto escándalo y tanto ruido. Pero, sobre todo, porque nos estamos dejando llevar sin reaccionar a un terreno que tiene poco que, ver con la evolución real de la sociedad española, una sociedad que en los últimos años ha cambiado profundamente y que ahora se enfrenta a nuevas contradicciones, generadas precisamente por el desarrollo acelerado de este período. Y si ante las nuevas perspectivas internas e internacionales nuestras instituciones democráticas y los dirigentes y partidos que las impulsan pierden credibilidad corremos el riesgo de no estar a la altura de las exigencias y de las posibilidades que se abren.
En vez de una visión general predomina en estos momentos la política del regate corto, de la instrumentalización directa, de la irresponsabilidad informativa, y, en definitiva, del provincianismo. Algunos medios de comunicación descubren que el cultivo de los rasgos más primitivos y negativos de la cultura colectiva les hace aumentar las ventas y se lanzan a tumba abierta por la vía del amarillismo. Algunos partidos de la oposición piensan que por este mismo camino pueden recuperar votos y hacérselos perder al particio del Gobierno y no sólo se lanzan a ahondar las descalificaciones, a cultivar la vieja desconfianza de las gentes ante el poder, a fomentar las visiones populares del poder y de la polítíca como esferas de la corrupción y el chanchullo, sino. que piensan que cada pérdida de votos de los socialistas confirma lo acertado de esta táctica. Y el partido gobernante, convencido de que todo es consecuencia del acoso de unos y otros, tiende a encerrarse en sí mismo y a refugiarse en las instituciones y en la lógica de la Administración pública, sin ver que con ello aumenta la sensación de lejanía y de impenetrabilidad que tantos ciudadanos experimentan ante él.
Creo, pues, que un mínimo de sensatez nos debería llevar a todos a lanzar un grito de alarma y a luchar por la recuperación de la dignidad de la política y de los políticos. No propugno, con ello, el silenciamiento de las críticas. Lo que pido es que éstas se sitúen en sus auténticas coordenadas. Y, sobre todo, pido que contribuyamos a que hechos como los que ahora se denuncian u otros similares que se puedan producir se perciban, se vivan, se critiquen y se resuelvan dentro de la normalidad del sistema democrático, es decir, dentro del juego de los distintos poderes, nos gusten o no las decisiones que tome cada uno en el ejercicio de sus atribuciones constitucionales.
Ya sé que esto no ocurre sólo en nuestro país y que el sistema democrático tiene problemas de funcionamiento y de legitimidad en todas partes. Pero España es un país con una cultura política tradicional muy particular. Es la cultura de un Estado débil e incapaz pero fuerte y autoritario frente a los ciudadanos aislados; la cultura de un Estado impermeable a las aspiraciones de la mayoría de la población y, por consiguiente, impermeable a las reformas; la cultura de un poder político lejano y burocrático a cuyos detentadores sólo se podía acceder por la vía del clientelismo, del enchufismo, de la recomendación y del chanchullo. Y si esto ha sido así durante toda nuestra historia contemporánea, no podemos olvidar que ésta es también la cultura que heredamos en gran parte por la forma en que hicimos el tránsito a la democracia.
Me decía hace algunos días un ilustre compañero de tareas constituyentes que todavía no hemos analizado a fondo lo que significó la huelga general del 14 de diciembre de 1988 y creo que tiene toda la razón. Si se mira con la perspectiva de este año y medio la conclusión es que el 14-D no fue sólo ni principalmente una huelga contra el Gobierno socialista -pues de otro modo no se explicarían las dos victorias electorales socialistas posteriores- sino un acto de protesta de unos, de desazón de otros, de inercia de unos terceros y de perplejidad de los restantes ante el funcionamiento real de un sistema político que valoran, que no impugnan pero que todavía no diferencian bien de los períodos anteriores y con el que no acaban de conectar en su vida cotidiana.
Lo que debemos preguntarnos es si los partidos políticos aparecen o no como verdaderos instrumentos de participación social -según dice la Constitución- o si son percibidos por sus propios electores como meros aparatos electorales lejanos e impenetrables, si los sindicatos son vistos como instrumentos fundamentales del pluralismo social o como entidades muy parceladas y vinculadas de manera exclusiva a unos sectores sociales que a menudo parecen hostiles a otros, si las instituciones estatales todavía son percibidas o no por los ciudadanos como continuadoras de tantos vicios burocráticos del pasado y si la mayoría se siguen acercando a ellas más como súbditos que como titulares de derechos exigibles, y si los inedios de comunicación no corren el peligro de perder definitivamente su credibilidad en una sociedad que cada día exige más información rigurosa.
Y también deberíamos preguntamos por las razones de la perviven,cia de una cultura política que sigue siendo hostil al Estado pero que tiende a hacer del Estado el centro de referencia de todo y a pedirle soluciones para todo. Y cómo esta centralidad enfermiza del Estado es acrecentada cuando cualquíer grupo, grande o pequeño, sabe que sepuede dirigir directamente al Estado -y hacerse oír por él- si es capaz de cortar una vía de tráfico o de bloquear servicios esenciales. O también en qué consiste, el poder cuando se gobierna con unos aparatos de Estado heredados del régimen anterior y que. deben ser, al mismo tiempo, objeto de reforma e instrumento de acción renovadora.
Y puestos a interrogarnos, también deberíamos preguntarnos cómo percibe hoy la sociedad española el impacto de un crecimiento acelerado que mejora el nivel de vida de la mayoría pero a la vez ofrece grandes posibilidades de enriquecimiento a unos, margina a otros, cambia las referencias colectivas de la mayoría, modifica la solidaridades de grupo, cambia las relaciones entre las diversas generaciones y abre nuevas influencias culturales que se yuxtaponen a las del pasado. Y, finalmente, cómo se sitúa un país como el nuestro, aislado durante tanto años del exterior y de cultura tradicional más bien provinciana, en un mundo que cambia aceleradamente, y cómo vamos a participar como sujetos activos en la definición del nuevo escenario político europeo y mundial.
Creo que si todos fuésernos capaces de enfrentarnos seriamente con estos problemas y otros no menos importantes la política española recuperaría la seriedad que hoy no tiene. Y que si no somos capaces es posible que las alegrías o las insensateces coyunturales de hoy se conviertan en bromas pesadas o en dramas en el futuro.
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