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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Dinero y política

PESE AL secreto sumarial que impide conocer detalles del llamado caso Naseiro, puede considerarse asimilado que se trata de un asunto de cohecho (obtención de un trato de favor mediante soborno) relacionado con la financiación del Partido Popular (PP). Su presidente, José María Aznar, ha actuado con inteligencia al responder a los interrogantes planteados con la propuesta de creación de una comisión parlamentaria de investigación. Con ello, de entrada, desplaza la pelota al campo socialista: si éstos aceptasen la propuesta -y su acuerdo es necesario para que prospere- quedarían en evidencia por haber rechazado la planteada en su día en relación al asunto Juan Guerra. Y si la aceptan, los riesgos no serían cualitativamente mayores para los populares que en el caso contrario, ya que sólo caben dos opciones: o la comisión investiga el fondo del asunto -la financiación paralela-, en cuyo caso se verían forzosamente salpicados los principales partidos, incluidos los rivales del PP; o se impone la solidaridad tácita entre las fuerzas políticas -la solidaridad en la ocultación- y la comisión resulta inocua.Naseiro no es un militante cualquiera, sino el responsable máximo de las finanzas de su partido. El hecho de que, al parecer, el diputado Ángel Sanchís (anterior responsable de esa área) aparezca también implicado refuerza la gravedad del asunto, del que no cabe escapar aduciendo que no hay que mezclar eventuales comportamientos irregulares de personas concretas con responsabilidades de partido: si los presuntos delitos se relacionan con la financiación del PP, es la dirección de éste la que debe responder políticamente de los hechos. Y ello es independiente de que llegue o no a constituirse una comisión parlamentaria de investigación.

El argumento del PSOE para oponerse a su creación es doble. De un lado, que una comisión de ese tipo sólo serviría para alentar la demagogia de quienes sostienen que todos los políticos son unos corruptos. De otro, que ya existen comisiones regulares del Parlamento capacitadas para entender del asunto, en particular la del estatuto del diputado. A ello ha de añadirse que el Tribunal de Cuentas es el que puede investigar todo lo relativo a la financiación de los partidos. Son argumentos dignos de ser tomados en consideración, pero insuficientes. A estas alturas es imposible evitar que los ciudadanos piensen que los políticos, sean o no corruptos, individualmente considerados, participan todos ellos de unas estructuras cuya financiación es como mínimo oscura. Las averiguaciones del Tribunal de Cuentas pueden llegar a constatar eventuales irregularidades contables, a localizar deudas excesivas o aportaciones no registradas. Pero difícilmente podrá ir más allá, y especialmente indagar sobre esa financiación paralela a partir de comisiones pactadas con concesionarios de obras públicas o contratas de servicios, que es lo que interesa a los ciudadanos (que acabarán pagando, como consumidores o como contribuyentes, esas cantidades).

A los argumentos citados se ha añadido desde el Consejo General del Poder Judicial el de que una comisión parlamentaria sobre un asunto Investigado por los tribunales produciría una especie de juicio paralelo, y que, dado que los métodos respectivos de investigación son diferentes, podrían dar lugar a conclusiones divergentes, con descrédito para las instituciones. Es también una objeción atendible en principio, pero de nuevo insuficiente, pues la experiencia indica que hay un amplio catálogo de actitudes que siendo penalmente irrelevantes -por falta de regulación específica o por otras razones- entran de lleno, sin embargo, en lo políticamente condenable. Y los electores tienen derecho a conocer, al margen de que exista o no un proceso judicial sobre los aspectos penales de la cuestión, esos comportamientos de sus representantes. Así ocurre en casi todos los países con tradición democrática, sin que del desvelamiento de lo que los partidos querrían mantener oculto se deduzca un descrédito del sistema, sino todo lo contrario.

Por todo ello parece que los argumentos a favor de la creación de una comisión como la propuesta por el PP, con el apoyo de Izquierda Unida, son más poderosos que los esgrimidos en contra por el PSOE y sus aliados del momento. Y en todo caso, con o sin comisión, urge un debate público sobre la financiación de los partidos que ponga fin a esta desmoralizadora escalada de escándalos político-financieros. En el mejor de los casos, tal vez ese debate sirviera para sentar las bases de un acuerdo entre los principales partidos sobre lo que, según acaba de reconocer Fraga, constituye la causa última de esta degradación: los crecientes costes de las campañas electorales. Un acuerdo no únicamente sobre la eventual concentración de las convocatorias electorales, sino sobre los límites en los gastos destinados a las mismas.

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