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De nuévo los bárbaros

Desde la invasión de los bárbaros y división del moribundo imperio romano en dos bloques, el cristianismo occidental europeo, tras haber convertido a su doctrina a sus propios conquistadores y superado las luchas intestinas entre el bando ortodoxo -esto es, el vencedor- y las desviaciones heréticas -combatidas y eliminadas con la misma saña con la que los ortodoxos de los partidos comunistas desarraigaron siglos más tarde las semillas funestas del trotsquismo y demás agrupaciones nefanda-, forjó su unidad espiritual frente al peligro de la prodigiosa expansión musulmana. En razón de su cercanía, poder militar, fuerza persuasiva y superioridad cultural el mundo del islam se convirtió a partir del siglo IX en el espejo en el que los europeos -hispanos, francos, habitantes de la península Itálica, pero también griegos, eslavos, magiares, rumanos- se veían reflejados. Esta confrontación a la vez política y religiosa, desenvuelta durante 10 centurias, marcó para siempre el subconsciente cristiano y su relación con los seguidores de la última religión revelada. La amenaza árabe primero y otomana después aglutinó a los nacientes Estados europeos infundiéndoles la conciencia de su identidad, de pertenecer a un espacio común, de compartir los mismos valores. Independientemente del hecho de la derrota final de los españoles musulmanes de Al Andalus y la posterior decadencia de la Sublime Puerta, dicho elemento aglutinativo -fanatismo árabe, peligro islánfico- no desapareció. Poco importaba que las transformaciones técnicas, científicas y culturales de Occidente -descubrimiento y conquista de la mayor parte del planeta, Ilustración, revolución industrial, etcétera- crearan un abismo insalvable entre el mundo avanzado europeo y el anquilosado musulmán. Aun paulatinamente vencido, ocupado, colonizado, éste siguió siendo considerado el bárbaro, un fantasmagórico enemigo potencial. Los sentimientos de animadversión y miedos irracionales acumulados durante siglos de lucha encarnizada e íntima no son una exclusiva de España: existen igualmente en Rusia y la totalidad de la península Balcánica. Con la victoria universal de Europa y su prolongación norteamericana, un nuevo fantasma -un bárbaro modernocimentó otra vez la malparada unión europea: el bolchevismo. El triunfo de la revolución feminista, el peligro soviético arrinconaron en un desván los viejos clichés de la horda arabofanática. Ofuscaron a los estadistas, políticos e intelectuales occidentales hasta el punto de cegarles ante la barbarie interior hitleriana. Aplastado Hitler con la ayuda de Stalin, el reparto del mundo en Yalta y enfrentamiento estratégico de las superpotencias determinaron la política occidental de defensa frente a la amenaza roja que ha prevalecido por espacio de casi medio siglo. La accesión de Gorbachov al poder y desplome de los regímenes comunistas satélítes cierran hoy un capítulo de la historia europea. El mapa continental de 1990 no tiene ya nada que ver con el de 1945 y se asemeja cada vez al de 1900.Conflictos étnico-religiosos, rivalidades ancestrales sacuden de nuevo la península Balcánica y el vasto territorio del nuevo hombre enfenno de Europa: la URSS. Nombres casi olvidados de regiones antaño conflictivas afloran a nuestra conciencia entumida desde la engañosa homogeneidad impuesta por el estalinismo: Montenegro, Transilvania, Besarabia, Estonia, Armenia, Azerbaiyán, Lituania, Eslovenia, Bosnia, Hercegovina. Los lectores y telespectadores europeos descubren la existencia de albaneses en Kosovo, turcos en la Rumelia búlgara, mesjitos en Uzbequistán, tátaros en Crimea, adsajos en Georgia y un largo etcétera. Como advirtió hace más de una década Octavio Paz, nuestra época es la venganza de los particularismos.

Estos cambios bruscos no sólo destruyen mitos y mentiras: resucitan fobias, fantasmas soterrados, imágenes atávicas de odio y violencia. Como siglos atrás, la marea negra islámica, el espectro de un terrorismo cruel y sanguinario, agitados a diario por los medios informativos, emergen intimidatorios de los escombros del comunismo. ¿Exageración mía? Interróguese a la población europea desde Algeciras a los Urales; la respuesta será contundente: hace 20 años, los occidentales hablaban del peligro ruso, y los rusos, del peligro chino. Hoy, unos y otros muestran crecientes sig-nos de alarma respecto a la supuesta amenaza islámica. Media docena de chadores en una escuela laica frecuentada por casi 100.000 muchachas musulmanas armaron un tole de tales proporciones que inducía casi a creer que las instituciones republicanas francesas corrían grave peligro. Al otro lado del continente, la caída de Ceaucescu se vio acompañada de un rumor colectivo e incontrolable: la siniestra Securitate actuaba ca realidad a las órdenes de los árabes. En Bulgaria, la suspensión de las medidas etnocidas antiturcas del depuesto régimen de Nikov suscitó una masiva protesta popular para exigir su reaplicación.

El empleo de los pesos y medidas por parte de la Prensa occidental al referir las actuales luchas étnicas es un modelo en el género, digno de una concepción informativa que no sé si calificar de maniquea o zoroastnana. Tomemos su empleo del término pogromo. Esta palabra de origen ruso, designativa de las matanzas y motines populares antijudíos de la época de los zares, se utiliza ahora exclusivamente -como para desculpabilizarse de un pasado odioso- tocante a la mortandad y asesinatos causados por musulmanes, nunca para describir los mismos actos realizados por poblaciones cristianas (católicas u ortodoxas). Los incendios criminales de pensiones y dormitarios habitados por inmigrados árabes en distintos lugares de París y sus arrabales no son un pogromo. Las ejecuciones regulares de jóvenes magrebíes por motivos racistas del norte al sur de Francia y en la isla de Córcega no son un pogromo, el terror y violencia desatados por las autoridades serbias contra los albaneses de Kosovo, pese a su elevadísimo número de víctimas, no son un pogromo; las matanzas subsiguientes a la protesta contra las medidas vejatorias aplicadas a la población turca de Bulgaria -obligada a eslavizar sus nombres y apellidos y renunciar a su religión y lengua- no son pogromo, como tampoco lo fueron las persecuciones étnicas sufridas por la minoría turco-chipriota hasta la intervención militar de Ankara hace 15 años.

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Pero detengámonos en el caso más significativo y escandaloso: el Cáucaso. La Prensa del mundo occidental ha denunciado con razón los pogromos antiarmenios de 1989 y 1990 en la vecina República de Azerbaiyán. Pero nadie o casi nadie se ha tomado la molestia de buscar la raíz de la situación que los engendró. Como dice alguien tan poco sospechoso de parcialidad como el campeón mundial de ajedrez, Gary Kasparov, un armenio residente en Bakú: "Es importante mencionar como punto de partida de los hechos la llegada de los refugiados azeríes, procedentes de Armenia -unos 160.000 J.G-. En abril de 1989 hicieron los intentos de resolver su situación, se elaboraron programas de reinserción en los territorios de las dos repúblicas. Pero, en un momento dado, el primer ministro del país dictó un decreto por el que pretendía enviar a todos los refugiados -azeríes- a sus lugares de residencia permanente, esto es, regresar a los sitios de donde habían sido expulsados. A consecuencia de ello, una multitud dispuesta a todo fue manipulada por los extremistas para desencadenar la violencia pogromos". Después de haber sentado claramente el origen de las luchas que ensangrientan el Cáucaso, Kasparov señala aún que el Ejército soviético no intervino "contra quienes organizaban pogromos antiarmenios, sino contra quienes luchaban por la soberanía de Azerbaiyán". Manifiesta su sorpresa ante el hecho de que mientras Occidente ha apoyado las luchas por la independencia de polacos, checos y húngaros, calló y aprobó tácitamente la entrada en Bakú de los tanques rusos.

El que en Bulgaria, Yugoslavia, la URS S y en los países occidentales con un elevado porcentaje de trabajadores inmigrantes de origen musulmán, los turcos, árabes o paquistaneses, sean víctimas de agresiones y violaciones masivas de los derechos humanos reconocidos por la ley internacional -ratonnades, incendio de mezquitas, ejecuciones policiales, linchamientos- y se hayan convertido desde hace algún tiempo en comunidades directamente amenazadas no inmuta a una opinión pública sometida al continuo lavado de cerebro de los medios informativos sobre el peligro islámico. La abrumadora superioridad técnica, cultural, científica, económica y militar de Occidente sobre un Dar al Islám dividido, marcado aún por la herencia de varios decenios de colonialismo y, salvo en el caso de los países productores de petróleo, sujeto a las leyes inicuas de la relación Norte-Sur, convierte dicha amenaza en la de una hormiga enfrentada a un león. Pero los estereotipos e imágenes mentales tienen la piel muy dura: Europa necesita tal vez para existir la vecindad de los bárbaros. El que, según estimaciones económicas recientes, mientras la cifra global de los intercambios comerciales de los países del Gran Magreb con el Mercado Común de los doce represente alrededor del 70% de sus importaciones y exportaciones, la correspondiente a los últimos con sus vecinos del Sur no alcance siquiera el 3% de aquellas, no cuenta. Este dato, que debería descartar por si solo cualquier posibilidad de agresión procedente de la otra orilla del Mediterráneo, no frena, no obstante, las elucubraciones estratégicas de algunos militares y periodistas de razón ligera y fácil de descabalgar. Desaparecido el peligro del Este, los futurólogos de nuestro Estado Mayor se aferran, desorientados e impotentes, como a un clavo ardiente, a los viejos bárbaros del turbante y camello, al espantajo islámico del Sur. Tal apreciación irreal de los hechos conduce a estimar muy naturalmente a Marruecos como nuestro principal enemigo potencial. Pero dejemos la palabra a un especialista en cuestiones militares, cuyas revelaciones, aparecidas recientemente en un conocido semanario, no han sido objeto, que yo sepa, de ningún desmentido: "España controlará desde el espacio todo movimiento militar que se produzca en Marruecos ( ... ). Un supercomputador que está a punto de comprar el Ministerio de Defensa procesará la ingente información procedente de diversas fuentes, y en especial la que el satélite militar Helios comenzará a enviar a principios de 1993( ... ). A partir de esta fecha no habrá movimientos de tropas, vehículos, navíos ni aviones militares en territorio marroquí, ya sea de día o de noche, con el cielo cubierto o sin él, que los servicios secretos españoles no detecten al momento. Una información tal que, en caso de una crisis inminente, podría conjurar en sus primeros estadios cualquier amenaza militar enemiga".

Hagamos una pausa a fin de recobrar el aliento, momentáneamente cortado por el asombro que tan extraordinaria lectura suscita. Las especulaciones de nuestros estrategas ¿se fundan en algún elemento serio o son producto de fantasías alímentadas por el ocio y la conciencia de la propia inutílidad? Aunque todo inclina a pensar en la gratuidad de semejantes planteamientos, las informaciones sobre el coste de la utilísima operación de espionaje -¡nada menos que 11.500 millones de pesetas!-, nos descubre que el dinero de los contribuyentes, en vez de ser empleado en mejorar, por ejemplo, las escuálidas relaciones económicas y culturales de España con el Gran Magreb se gasta alegremente en artefactos inútiles, destinados a enriquecer tan sólo a la poderosa industria aeroespacial estadounidense.

Cuando el mundo entero se plantea de forma apremiante la exigencia de un nuevo orden económico que disminuya las desigualdades existentes entre Norte y Sur, países opulentos y países subdesarrollados, la supuesta amenaza de estos últimos es una simple broma de mal gusto. La marea islámica con la que nos asustamos a nosotros mismos sirve tan sólo de pretexto para cerrar filas en torno a líderes nacionales carismáticos, alentar actitudes xenófobas, ahondar las diferencias entre pueblos de diferente religión o etnia, fomentar psicosis colectivas y engañar, al fin, a los ciudadanos, socalifiándoles el oro de sus bolsillos a cuenta del moro de siempre, armado, cómo no, de su enmohecida cimitarra.

Juan Goytisolo es escritor.

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