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El narrador oral

En su monumental Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy William Sterne afirma que la escritura no es más que otro nombre para la conversación. Sterne se refiere sin duda a la escritura en sus diversas manifestaciones artísticas, y no creo que nadie pueda decir que no tiene razón. La relación entre lo hablado y lo escrito puede ser muy profunda y puede también estar llena de influencias y de concesiones mutuas. Y la hoja de papel en la que un autor escribe las frases con que avanza su libro es a la vez depósito y filtro de sus esfuerzos por contarnos una historia que de otra manera podría perderse para siempre. Se escribe para ser leí do, y la mayor prueba de ello es el libro como resultado de ese esfuerzo. Ni siquiera el hecho de permanecer inédito un libro resulta convincente para probarnos lo contrario. No hay libro gratuito, por consiguiente. O para decirlo con otras palabras, ninguna historia se escribe con total desinterés, prescindiendo por completo del afán mínimo de saberla leída y recordada.Flaubert, que de todo sabía mucho, describía a los escritores como aves de rapiña o monstruos de egoísmo. Prescindían de todo .Dará escribir un libro y al mismo tiempo se almentaban de los errores y horrores humanos, aunque sin compartirlos jamás. Y así podíamos llegar a una diferenciación entre la moral pública y la moral de escritor, cuya identificación con la víctima y el verdugo, a diferencia de lo que normalmente debe ocurrir con un ciudadano común, está basada en la misma empatía o identificación con ambos.

Pero antes que la literatura escrita existió la literatura oral. Según Popper, pocos momentos han sido tan importantes y deslumbrantes para la sociedad ateniense, primero, y el mundo occidental todo, después, como aquel momento en que se mandó imprimir, es decir, escribir, una Iliada y una Odisea que andaban por ahí sueltas en boca de unos cuantos aedos. Hasta aquel momento, por decirlo de alguna manera, aquellos dos tesoros del mundo helénico eran gratis. Eran literatura sin interés por ser recordada en un debido momento de su producción, eran historias contadas, en cuanto tales, sin interés alguno que fuera mas allá del momento de su narración. A veces pienso que, al igual que la prostitución, la narración hablada puede ser considerada la actividad más antigua de la humanidad, aunque con la enorme variante de su gratuidad. Puesto que lo que cuenta, al no ser registrado por la escritura, va a ser necesariamente olvidado o alterado hasta convertirse en otro relato, el narrador oral tiene algo de aquella prostituta que, contradiciendo la esencia misma de su oficio, se acuesta por amor o, lo que en este caso excepcional viene a ser lo mismo, que realiza gratuitamente el acto sexual. Nada de esto impide, por supuesto, que pueda haber y haya narradores orales y escritores que cobren por hacer el amor.

Pero, sin alejarse mucho de la comparación que acabo de hacer, señalando al mismo tiempo diferencias esenciales, creo que, como ocurre a menudo en el caso de la prostitución, se puede caer en la narración oral por necesidad o por una suerte de atracción fatal. La vida está llena de maravillosos personajes que no pueden evitar contarnos una historia. Y que la cuentan a diestra y siniestra, con el placer y la ansiedad de la auténtica ninfomanía. Y la vida de Grecia está llena, todavía hoy, de descendientes de aedos. De ellos nos habla Henry Miller en uno de sus libros más hermosos: El coloso de Maurussi. Son hombres que se sientan de espaldas a un gigantesco o muy hermoso paisaje natural y se lanzan simple y llanamente a contar una historia sin principio ni final y sin importarles que el público haya llegado todo o esté empezando a irse.

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Se habla de las prostitutas como de "perdidas". También se perdían los bardos y los juglares del medievo en las digresiones que eran el alma de sus monólogos. Y también se pierden los narradores orales de hoy. Se pierden en salones y tabernas y se pierden para la literatura de su país o de su lengua. Y al caer ellos en la atracción fatal de contar historias en vez de escribirlas, al caer en el goce triste de lanzarlas a los cuatro vientos con el más grande desinterés, también nosotros los perdemos.

Muchos casos he conocido de escritores que han sucumbido totalmente a la fatal atracción de contar hablando. Como las prostitutas, no suelen gozar mientras hacen el amor. Y suelen beber copas y dejan la vida en ello y nada detestan más en el mundo que a la gente que los interrumpe con la misma trágica pregunta de siempre: "¿Y por qué no escribes eso, si es genial?". Recuerdo a un inimitable narrador oral mexicano, sin duda el mejor que he escuchado en mi vida, que antes (le regalar a su público con una fabulosa y perfecta improvisación, o con variaciones sobre una. anterior improvisación, solía anticiparse a cualquier impertinente interrupción: "Bueno", decía, "tal como tengo ya escrito en el tercer capítulo del libro que preparo...". Y se lanzaba a contar sin fijarse siquiera por dónde se le estaba yendo su historia.

Dos grandes escritores, mexicano uno y venezolano otro, dejaron de publicar tantos años y se fueron lanzando hasta tal punto por los senderos, de la narración oral que no faltó quien decidiera otorgarles una hora diaria en un canal de televisión. Ahí hablaban. Simplemente contaban historias. Historias que muchas veces habían estado contando desde antes del programa y que seguirían contando después. Uno de ellos era amigo mío, y recuerdo cómo lloraba a veces con la belleza de sus palabras o la emoción de sus historias. Se cansaba, se le pasaba la vida, se le iba la vida tan hablando, en este caso.

Y ahora pienso que hombres como él y como todos aquellos que nos cuentan una, historia oralmente, sin principio ni final, sin querernos llevar a. ninguna parte, son todo lo contrario del monstruo de egoísmo del que hablaba Flaubert. Son, por decirlo de alguna manera, aquella extraña mezcla de esclava de amor y prostituta redimida que conocemos como narrador oral y que algún día ganará el cielo.

Alfredo Bryce Echenique es escritor peruano.

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