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Autocrítica

Juan José Millás

Es posible que: estemos condenados a reproducir lo que más detestamos. La naturaleza humana es así de condenada. Mi generación está llena de parejas cuyos miembros huyeron en direcciones opuestas al advertir que habían repetido con una precisión asombrosa los esquemas de relación conyugal que teóricamente con más ardor habían combatido. Los modelos de comportamiento que uno mama se interiorizan al menos por dos vías: la de la razón y la de las tripas. Los intereses de las tripas, con frecuencia, no coinciden con los de la razón. En todos nosotros, hay, pues, al menos dos personas que con frecuencia mantienen desacuerdos importantes en cuestiones de alguna trascendencia. Poner de acuerdo a esas dos personas que nos habitan, alcanzar entre ellas un pacto de colaboración y tolerancia mutuas sin que ninguna de ellas llegue a perder la dignidad, constituye una de las tareas más difíciles del ser humano, pero también una de las más apasionantes a lo largo de esta aventura moral que llamamos existencia.Quizá, pues, no deba asustarnos demasiado el hecho de que a veces haya alguna distancia entre lo que pensamos y lo que hacemos, pues quien nos dicta lo que debemos pensar no es el mismo que nos aconseja lo que debemos hacer. Lo que sí debería preocuparnos es que la constatación de esa incoherencia, en lugar de provocar una reflexión, y por tanto un acuerdo, produzca la negación de una de las partes en conflicto. La frase de Descartes "el corazón tiene razones que la razón no comprende" revela con exactitud esa escisión que se da en los seres humanos 31 constata la existencia subterránea de intereses muy profundos, aunque no siempre legítimos, que actúan en el interior de una lógica oscura e incompatible frecuentemente con la lógica de la razón. El cincuentenario de la muerte de Freud, que alcanzó a tocar el laberinto en el que habitan los diferentes seres o impulsos que forman un individuo, podría haber constituido una excelente ocasión para darle alguna carta de naturaleza, algún reconocimiento, a la parte oscura del hombre, desde cuyo interior podrían explicarse tantas cosas.

Pero vivimos como si estuviéramos hechos de una sola pieza, apegados a lo que llamamos real como si de esa fuente surgiera toda la información capaz de explicarnos el mundo. Curiosamente, lo real es una pequeña parte de la realidad, quizá la menos activa. Lo diré de otro modo: los sueños, las fantasías, las quimeras, que parecen el resultado de la manipulación de la mente sobre la realidad, son, por el contrario, el origen de gran parte de la misma. Los edificios, los coches, las calles, las leyes, los misiles, son una proyección de nuestros fantasmas, y no al revés.

Si contabilizáramos el tiempo que dedicamos a alimentar aquella parte de nosotros que los hábitos sociales tienden a considerar como no real veríamos que es mucho mayor que el que dedicamos a la realidad. En efecto, consumirnos gran parte de nuestra jornada -incluida la noche- levantando ensofiaciones, falsificando la memoria o planificando un futuro en el que al fin- la vida nos tratará como pensamos que debiera haberlo hecho desde el principio. Lo curioso es que cualquier estudiante de BUP sería capaz de describir con precisión las partes de su aparato respiratorio o la distribución, de los diferentes tejidos que estructuran su cuerpo; sin embargo, si le preguntáramos en dónde reside o en qué consiste la capacidad de fantasear, de construir quimeras que nos engrandecen u obsesiones que nos matan, se quedaría desconcertado, sin respuesta, porque no hay ninguna asignatura en los planes de estudio conocidos que intente explicar esa zona de la realidad bajo cuyo impulso se mueve, paradójicamente, la realidad real.

Quiero decir, en fin, que una parte importante de nosotros es negada sistemáticamente con los resultados catastróficos fáciles de advertir con echar una ojeada a nuestro alrededor. Y por eso, quizá, por no aceptar esa parte de nosotros que algunos llaman conciencia, reproducimos con asombrosa precisión lo que teóricamente más decimos detestar.

Cuando Felipe González decidió pasar una noche en el Azor junto a su esposa, o cuando Guerra se montó en un Mystère para sortear un atasco, actuaban quizá bajo la influencia de su parte oscura, de aquella a la que no prestamos atención porque el mandato social indicar que no existe. Estas y otras muchas anécdotas, fácilmente recopilables tras casi ocho años de gobierno, parecen indican que los socialistas, finalmente, han acabado por reproducir algunos gestos del modelo de poder que más despreciaban. Uno puede entender que al hijo de un vaquero sevillano le enloquezca la idea de dormir en la cama de Franco hasta el punto de no darse cuenta de lo que esa cama simboliza, o que al vástago importante de una humilde familia numerosa, como la de Guerra, le gratifique que su hermano preferido se haga rico a su sombra; lo que resulta más dificil de aceptar es que esos impulsos, nacidos en un lugar de nosotros que al parecer no existe, no sean debidamente controlados con una herramienta tradicionalmente reivindicada por la izquierda y que se llamaba autocrítica.

Nada hay de censurable en desear lo que no está permitido; lo censurable es que ese deseo no atraviese los filtros necesarios para perder vigencia en el recorrido. Pero, desde luego, lo que resulta intolerable es realizar lo que en otros nos asquea con la convicción de que nos ampara un derecho especial para cometer tal transgresión. Así se llega a lo que ha llegado el aparato del PSOE o el aparato del Gobierno, que parecen lo mismo: a comportarse y ser como la derecha, pero sin mala conciencia.

En fin.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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