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Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

Caballo de metal

La moto entra en casa como el juguete que nuestros vástagos, ya talluditos, exigen por Reyes o al final de curso, aun cuando hayan dejado los pelos en la gatera de los aprobados. Y hay que tener bien amarrados los machos para no sucumbir al acoso a que nos someten cuando se les mete en la chola tan poderoso objeto de deseo. De poco sirve disuadirlos con alarmantes porcentajes de siniestralidad. El ingenio los tiene maravillados.Pero quienes peor lo tienen son aquellos que crían varones pues, tan pronto les apunta la pelusa, reclaman el cambio del Vespino por otro ejemplar de mayor cilindrada y de casa que se anuncie por televisión. Quiero creer que ello es señal de que al mocito le van rondando otras cosas en la cabeza que no sean la moto por la moto. Veremos.

Cuentan nuestros padres que cuando ellos no era lo mismo ir de romería a caballo que a pie. El caballo, dicen, tiraba mucho a las chicas, que se pirraban por volver a la grupa del animal, por muy penco que éste fuese y así el jinete cantara un tanto por sobaquina. Ya tenía que ser ruin el mozo que con tal cabalgadura volviera solo y de vacío a casa. No tenía perdón de Dios.

Nosotros, hijos de la quinta del biberón y de las sopitas de gato, somos una generación a la que se le escapó el caballo y llegó un pelín pronto para pillar la moto. Ni siquiera la bici se hallaba dentro de nuestros posibles. Así, todos nuestros desplazamientos (con ligue o sin él) los hicimos a fuerza de autobús, en el mejor de los casos, o a zapatilla. Para colmo de miserias, teníamos que sacar nota que mantuviera la beca y trabajar en el verano para no caer en la molicie.

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Y hoy es el caso que, a causa de ello, estamos tan pasaditos, tan anacrónicos y tan huérfanos de (entre otras cosas) instrumento cortejador que llevarnos a la memoria, teniendo en cuenta que el seiscientos no era hijo para hijos de proletas.

Sin embargo, los nuestros, como apuntaba al principio, son más afortunados que nosotros. No tienen el caballo de carne y hueso ni tampoco posiblemente su noción, pero poseen su moto, que, dicho sea de paso, también tira lo suyo a las doncellitas de hoy. Y si no, reparen en la escena que les voy a representar: del bien nutrido grupo de chavalones que, con tan agresivo como paupérrimo lenguaje, se restriegan en las narices la marca del chándal y de las zapatillas, destaca el que, a horcajadas de su recién estrenada máquina, mete espuelas en los ijares del pedal del cambio de marcha y gira a tope su muñeca a modo de biela hasta arrancarle al acelerador un imponente relincho decibélico que en el fondo es un quiquiriquí de gallito que se pavonea en su corral. El caballo de metal quiere y no quiere encabritarse y enseña sus pezuñas neumáticas para, en un visto y no visto, salir de estampida dejando en el ambiente la fetidez del dióxido de su tubo de escape. A renglón seguido, sin esperar a distanciarse demasiado, todavía a la vista del cortejo, nuestro joven piloto ensaya una audaz cabriola para regresar, cual fauno rodante, uno con su moto, en solicitud de los parabienes de los colegas, que se deshacen en elogios de esta guisa: "¡Jo, tío, máquina guay!'.

En la acera de enfrente el gallinero anda ya a estas alturas revuelto. Las pollitas no disimulan la querencia. Corren apuestas, y de entre ellas sale una, pastueña ella, hacia el reclamo. En un abrir y cerrar de ojos se encarama a lomos de la máquina, abarcando sin recato la barriga del bigardo. De nuevo, aunque con más bravura ahora, el invento brama iracundo como si acusara la sobrecarga. Nuestro mancebo otra vez hinca espuelas y sale catapultado. ¿A saborear el éxito de la conquista? Dios lo quisiera.-

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