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El desertor

Andrés Trapiello

El 25 de noviembre de 1914, el general Joffre, comandante en jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra francés, concedía la medalla militar al joven Louis Destouches, maréchal de logis au 12 Régiment de Cuirassiers. Con los años, aquel joven llegaría a hacerse célebre. Sería en 1932. La celebridad le llegó en medio de un escándalo que el propio Destouches, llamado ahora Louis Ferdinand Céline, supo unir para siempre al destino de aquella primera novela que le proporcionaba a un tiempo fama y renombre en el mundo, desde París hasta Moscú. La novela se titulaba Voyage au bout de la nuit, y fue, por las mismas fechas, libro de cabecera de Mussolini y de Stalin.En esa novela, Céline recuerda, entre otras cosas, aquella medalla que le fue otorgada en un otoño ya lejano. En la novela es un hombre destrozado quien la recibe, un antihéroe cuya única gesta para merecerla fue haber deseado con todas sus fuerzas desertar.

No es necesario haber leído a Stendhal para saber que La marsellesa es el himno más hermoso que pueda tener una nación. Pero en 1932, Céline es sólo un novelista, y los franceses, que aman sobre todo su himno, no pudieron perdonarle a Céline la inteligencia de suponer que una medialla militar del Ejército francés pudiera recibirla un desertor... un cobarde. Todos los franceses que llevaban una prendida al pecho (y nada les gusta tanto a los franceses como un cordón de la Legión de Honor enhebrado en el ojal de su solapa) no pudieron admitir aquella diabólica posibilidad, imaginable únicamente en la mente de un literato.

Quién sabe si el tiempo le dio la razón a Céline. Cuando hay dolor de por medio nadie tiene la razón. Diez años después, con la invasión de París por los ejércitos del Reich, muchos de aquellos que le acusaron de disolver la moral patriótica de Francia se apresuraron, con o sin medalla en sus pecheras, a recibir al invasor.

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Aún les vemos en películas mudas saludando en los Campos Elíseos a aquella división acorazada. Algunos levantan tímidamente el brazo, sin convicción. Otros miran en silencio el objetivo en su papel de testigos a la fuerza. Algunos más confraternizan sin recato con los rubios boches, unos muchachotes que, ingenuos todavía, sonríen como el que pisa una alfombra con las botas llenas de barro: pidiendo perdón y sabiendo que no serán castigados por ello.

Cuando terminó la guerra, Céline fue juzgado y condenado a una pena mínima. El argumento que más de una vez salió de sus labios fue éste: no podía ser condenado por algo de lo que se podía acusar a media Francia. Quien sea inocente de no haber desertado de la patria, venía a decir un Céline vitriólico tanto como amargado, que tire la primera piedra. La Resistencia, insinuó venenosamente, sólo existió en la imaginación de cuatro locos y en el celuloide del cine de los vencedores. A él no le convencerían de lo contrario.

La deserción estos días de algunos reclutas lituanos del Ejército ruso me ha traído a la memoria la figura del desertor.

Va a hacer 50 años que Europa no conoce una guerra. No es lo mismo ser desertor en tiempos de paz que en tiempos de guerra. En tiempos de guerra, la deserción se paga con la pena de muerte, porque en tiempos de guerra la idea de desertar es más contagiosa aún que la misma muerte.

Y, sin embargo, nada tan legítimo como desertar. Quien deserta deserta, sobre todo, de la muerte. Por eso se le condena a ella. Es demasiado evidente que, si los pueblos estuvieran compuestos por desertores, sólo se batirían en el campo de batalla los políticos y los fabricantes de armas.

Se ha dicho que un héroe es un solitario, y no es exacto. Hay algo en el desertor que le vuelve más romántico aún que al mismo héroe. Detrás del héroe están los pueblos. Ellos se encargan de escribir su historia, aclamarles y erigir sus estatuas. Sólo a un desertor le sigue la soledad del olvido, la vergüenza de su locura.

Un soldado puede luchar por la misma idea que su vecino, y al fin y al cabo, un héroe no es sino un soldado excepcional. No encontraréis un solo desertor que deserte por una idea igual a la de otro. Sólo un desertor sabe por qué deserta. Son muy pocos los soldados que saben por qué combaten. Esto convierte al desertor en un ser trágico, marcado por el destino, que le enfrenta tanto a sus viejos enemigos como a sus antiguos aliados. Y huye, y su destino le hace ocultarse, errar de un lugar a otro, y quién sabe si cambiar de nombre y de vida en un país lejano, donde nadie le conoce. Y aun allí, en esa paz ganada con esfuerzo, se sentirá perseguido y temerá ser descubierto, y su miedo sólo lo borrará la muerte.

Un héroe es alguien cuyos pasos van en el mismo sentido de la historia. Está, como si dijéramos, en la parte más rápida de la corriente. El desertor no tiene camino, va a campo traviesa, a contracorriente, duerme por las noches y se alimenta de lo que puede, teme ser descubierto y delatado, y sufre como ninguno. El héroe es un ser apolíneo. El desertor, una alimaña. Uno representa a Eros. El otro, a Thanatos, la muerte, de la que huye. Al primero le cantan los poetas y las mujeres le aclaman cuando entra en las ciudades. El desertor evita las ciudades tanto como el trato con los hombres. Y así es como su vicia se convierte en un infierno, en una lucha por la existencia que le vuelve, oh paradoja, en un ser enteramente heroico, pues corre más peligros para evitar ser descubierto que los peligros que arrostra alguien para ser un héroe.

A un héroe le bastan para serio unos minutos. Ni siquiera se le pide que lo hubiera sido antes, ni se le exigirá que vuelva a serio después. Un desertor, por el contrario, lo es de por vida, y de por vida ha de luchar para seguir siéndolo. ¿Cómo, pues, no comprender a alguien que tan fielmente sigue su destino, tan a la desesperada, tan en contra de todos y de todo? En la biografía de un héroe sólo suele haber cinco minutos de enardecimiento y enajenación. En la de un desertor, cada minuto de su vicia es una vida entera. Por esa razón, cuando un joven arroja su fusil, ayer en Verdún, hoy en Lituania, está cumpliendo aquel epígrafe que figuró un día en un frontón de la vieja Grecia. Un desertor es alguien que ha decidido conocerse a sí mismo.

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