Los hijos de Thatcher
Muchos ven en la violencia desatada el resultado del desdén del Gobierno británico por los más desfavorecidos
Tony es un hombre emprendedor, dispuesto a aprovechar la más mínima oportunidad que la sociedad le ofrece para hacer negocio. Un buen hijo ideológico de Margaret Thatcher. Tony se disponía ayer a aliarse con el violento desposeído que horas antes había destrozado coches en el corazón comercial de Londres. El agresor es un hijastro de la primera ministra, contra la que había dirigido todo su odio en la batalla de Trafalgar Square. Ambos encarnan los extremos sociales generados por una década larga de thatcherismo.Los coches destrozados, quemados y volcados que todavía ayer seguían para gozo de turistas con cámara fotográfica Charing Cross Martin's Lane tenían pegadas unas octavillas: "Se necesitan coches para chatarra". Los interesados debían ponerse en contacto con Tony, que, ansioso de no perder la oportunidad, dejaba tres o cuatro teléfonos.
Este hombre ha asumido a la perfección el espíritu de empresa del que Thatcher desea imbuir a la sociedad británica y es un ejemplar característico de los triunfadores en la sociedad thatcheriana. A su lado se encuentran los desesperados, que se sienten desposeídos, de su futuro y abandonados por un Gobierno que alienta la máxima de que cada uno según sus posibilidades. En una sociedad tan inconcebiblemente estoica como la británica, esas tensiones afloraron repentinamente en la tarde del sábado y la frustración reprimida durante una década arrasó el centro de Londres.
El joven yuppie que gana miles de libras en la City y tiene un coche deportivo epitomiza ese aborrecido fenómeno social. Las masas de jóvenes airados que le vieron, en Saint Martin's Lane reaccionaron in stintivain ente cuando se abalanzaron contra su coche, se subieron sobre él y empezaron a destrozarlo a pedradas. El thatcheriano pudo pisar el acelerador y escapar sin daño personal, pero con el pánico metido en el cuerpo ante la revolución de los desheredados.
Libre albedrío
Margaret Thatcher sostiene que el hombre tiene un instinto de superación que el Estado ahoga con su intervencionismo. El ser humano, dejado a su libre albedrío, está destinado a prosperar y, por ello, la eliminación del Estado se convierte en un imperativo moral. La consecuencia es una sociedad egoísta y depredadora en la que los más débiles sucumben si carecen de red protectora.
Los que medran bendicen a Thatcher y los que se hunden la odian. En el poll tax, al que han de contribuir también parados y estudiantes, muchos británicos ven un ejemplo de thatcherismo, con su desdén por los desfavorecidos de la sociedad. La nación se consideraba thatcheriana en tierripos de bonanza económica y ponía sordina al deseo moderadamente intervencionista que los sondeos descubren en la sociedad británica bajo la superficie del liberalismo salvaje de Thatcher. Cuando la inflación mengua los salarlos, cuando los altos tipos de interés convierten en pesadilla el sueño de convertírse en propietario y cuando la filosofía del individualismo adquisitivo predicada por los thatcherianos se convierte en un trauma, el pedestal de Thatcher se resquebraja y los desheredados creen llegada la hora de saldar viejas cuentas.
Instinto destructor
Los disturbios del sábado fueron provocados por jóvenes políticamente motivados y por otros que aprovecharon la oportunidad para dar rienda suelta a su instinto destructor. Todos ellos son hijos de un sistema que fracasa en la educación y en la provisión de servicios sociales básicos. El primoroso Reino Unido que Thatcher vende al mundo está muy lejos de la realidad y basta con bajar al metro para ver que el mundo de carne y hueso es mucho más mugriento, enclenque y desastrado de lo que Thatcher pretende.
A la primera ministra se le acusa de haber perdido el contacto con la realidad y de actuar bajo la hipnosis de sus dogmas.
Las algaradas sin precedentes que han sacudido a Londres y dejado estupefacto al país, tras unas manifestaciones multitudinarias contra lo que Margaret Thatcher consideraba el buque insignia de su programa en la actual legislatura, son un aldabonazo que ha estallado en todos los oídos. A Thatcher le corresponde ahora dar la respuesta.
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