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El maestro de Imelda y Koshoqui

El tremendo verbo de Jesús Gil y Gil atronó con eco por los pasillos de la Audiencia Provincial de Madrid. Allí, rodeado de periodistas, policías, curiosos, familiares de delincuentes y algún que otro procesado pendiente de sentencia, impuso su ley. Recién afeitado, impecable en su traje marrón cortado en Valladolid, con inmejorable aspecto pese a sus recientes problemas de vesícula, quiso el dirigente rojiblanco aparecer con el tiempo sobrado para darse un baño de confianza entre la multitud. Iba de ganador y, para demostrarlo, incluso se atrevió a regalar insignias del Atlético a los abogados de Ramón Mendoza, que aguardaban el inicio de la vista."¿Nervioso? ¡Pero si estoy en mi casa! Imelda Marcos y Kashogui son mis aprendices. Además, me importa dos pepinos que me lo 'quiten todo. Me voy a la función". Sin embargo, el ciclón remitió nada más cruzar el umbral de la sala séptima. Apenas unos segundos duró aquella actitud desafiante. En un ambiente asfixiante, con lleno hasta la bandera, Gil perdió la palabra y desfalleció.

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Los rígidos márgenes por los que discurre la acción procesal impidieron al presidente atlético disparar su atropellado discurso. 18 advertencias y una amenaza de expulsión de la sala tuvo que oír Gil por no ceñir sus respuestas a la preguntas de la acusación y tratar desconsideradamente a la fiscal.

Arrugado en el banquillo de los acusados, sudoroso, el presidente atlético optó por negar con la cabeza, recriminar a sus abogados y mascullar. "Vaya farsa. ¿Es legal que haya aquí tanta gente?" Fuera, la multitud le encorajinó. En la sala, le enfureció. "Babosos", añadió, refiriéndose a algunos informadores. "En mi vida he sentido tanta impotencia. Me pueden condenar a lo que quieran", dijo en su turno exculpatorio.

Cuando la vista terminó, el ciclón volvió a soplar. Gil pudo por fin levantarse y acercarse a la juez. No la recriminó ni le ofreció insignias. Se limitó a repetirle que los periodistas son todos unos babosos. Volvía a ser él mismo.

En los pasillos, de nuevo, atronó. "Pero, ¿hay algo bueno en este país? Prefiero vivir en Carabanchel". Y se marchó, con el traje arrugado, sonriendo y una frase en los labios: "Me voy a lo de Hermida".

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