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NECROLÓGICAS

Capucine, actriz

En este mundo de apariencias fugaces, inventadas y creadas para el brillo radiante de la pantalla, encontró Capucine, la actriz francesa fallecida el pasado sábado en Lausana (Suiza), tras arrojarse por la ventana de su casa, su verdadero lugar, porque su belleza sobrehumana y un poco ambigua -que provocaba los rumores y comentarios más atrevidos- autorizaba todas las pasiones y despertaba todos los anhelos.Sus ojos, el increíble óvalo de su cara y su figura elegante y alargada componían un modelo humano tan perfecto que la primera sensación era de rechazo, o de estupor, si no hubiera sido por su mirada, fría y, sin embargo, llena de pasión contenida, que demostraba, definitivamente, su calidad humana. Nunca la consideré una gran actriz y probablemente ella tampoco tenía un concepto demasiado elevado de sí misma, pero su aparicion en la pantalla, aunque se limitara a mirar a la cámara, evocaba algo excepcional y único y aportaba una fuerza tal que otra actriz más dotada probablemente no hubiera podido lograr. Recuérdese su labor en La gata negra, por ejemplo, llena de ecos perversos, o su trabajo, en una clave más humorística y elegante, en La pantera rosa. A la hora de los resúmenes es necesario citar también otras intervenciones suyas de primera categoría: The honey pot, El satiricón, ¿Qué hay de nuevo, Pussy Cat?, Señorita doctor, Sol rojo...

Nunca supe con exactitud su verdadera edad (las enciclopedias, según la cortesía de sus redactores, dicen que nació en 1932 o 1935), y es verdad que los años pasaron por ella sin herirla, como un sueño. En sus mejores momentos, cuando aún era realmente muy joven, ya parecía haber alcanzado toda la madurez y la sabiduría del mundo, con su eterno aire de visitante casual de esta Tierra.

Nunca llegó a ser una verdadera estrella -quizá le faltaba entusiasmo y pasión y le sobraba frialdad para hacerlo-, ni tampoco fue una actriz completa, aunque se defendía razonablemente bien en su trabajo, siempre interpretando personajes distantes y llenos de recovecos. Capucine nunca engañó a nadie porque sólo tenía su apariencia -hechicera, elegante y soñadora-, lo que ya constituía motivo suficiente para justificar su contratación. Lo mejor que se puede decir de ella ahora es que deja un hueco auténtico en el cine mundial que nadie podrá ocupar con la misma tranquila elegancia y rotundidad.

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