La democracia está desnuda
A los Gobiernos democráticos les suele irritar que les señalen sus vergüenzas. En tal autoestima se tienen que no toleran fácilmente la revelación de sus defectos. Ni los de su política, persuadidos de que encarnan el principio civil mejor de los posibles, ni siquiera los de sus políticos, cuya denuncia acusan como un flagrante agravio a la democracia misma. La llamada al prietas las filas aparece entonces como su único recurso. Para su desgracia y la de todos, en esto al menos se portan como cualquier régimen autoritario.Sólo el carácter de publicidad -inseparable con su concepto- previene a la democracia de la deshonestidad de sus servidores, aunque sólo fuera porque impide que pase inadvertida. De modo que el más clamoroso escándalo en la democracia no es la corrupción de sus políticos, sino su encubrimiento. El recelo -cuando no la franca resistencia- a la investigación no sólo manifiesta su mala conciencia; descubre a un tiempo su inquietante fragilidad y una propensión paradójica a salvar la democracia a base de pervertirla. Puede asegurarse entonces que entre la ciudadanía se ha instalado un clima de sordidez general, una atmósfera de complicidad irrespirable, del "ahí me las den todas" o "el que más chifle, capador" como máximas cotidianas de conducta. En tales circunstancias haría falta, en cambio, toda la ingenuidad de aquel niño del cuento ante el emperador para decir en voz alta: "¡La democracia está desnuda!". A lo mejor así, desvelada la retórica ceremonial de su representación, nos atreveríamos a mirar al rostro de nuestra democracia tal como es.
Hace tiempo que la política democrática se atiene hasta tal punto al modelo mercantil que ha podido ser definida como un " mercado político" (Bobbio). Y si lo propio del poder es influir, lo propio del mercado es traficar. Partidos y corporaciones establecen entre sí contratos de compraventa de áreas de poder, lo mismo que partidos y ciudadanos acuerdan su trasiego de votos a cambio de contraprestaciones de diverso género. Nos guste o no, tal sería la realidad de la democracia de nuestros días: un tráfico público de influencias públicas. Pero cuando el poder trafica privadamente con ellas estamos ante una política que, además de tomar del mercado su forma y maneras, adopta también su móvil: el lucro particular del poderoso Ocasiones no le faltan, pues sabido es que hoy el primer productor, vendedor, comprador y consumidor de una nación es el Estado. La tentación de hace negocio privado a cuenta del negocio público, pues, está más que nunca institucionalmente servida, y el exquisito tráfico de influencias resulta en verdad un tráfico de incidencias, un tráfico incidente.
Por lo que sale a relucir, parece que en aquella tentación se cae con la frecuencia que la debilidad de la condición humana hacía presumible. Que el precio de los favores sirva para financiar el chalé particular, el aparato del partido o las dos cosas a la vez es algo que el celo corporativo de los partidos no permite averiguar. Al contrario, se intenta dejar en un grano lo que lleva las trazas de ser granero. De no ser así, mal se comprende que, ante el desafío de aquellos dos diputados que abiertamente interrogaron sobre quién podía tirar la primera piedra, la Cámara al unísono no los nubiera lapidado allí mismo. En suma, lo haya dicho o no un señor ministro, la gotita de choriceo parecía anunciar una borrasca de mangoneo.
Pero no sólo sería injusto descargar este mal en la clase política como conjunto. Sería sobre todo hipócrita (y muestra probable de resentimiento) que la sociedad no acertara a detectar esa corrupción sino en miembros de aquella clase. Y es que para que haya corrupción se necesitan corruptos, pero también corruptores y hasta consentidores pasivos de la corrupción. Si los primeros son un mayor o menor número de cargos públicos, los segundos deben por fuerza localizarse entre los hombres de negocios y finanzas. A ambos, por lo demás, les resulta provechosa la falacia corriente que bendice los grandes negocios del momento: que lo que no es inmediatamente público es asunto privado, una cuestión íntima. Pero del grupo de consentidores forman parte -y cada cual sabrá en qué grado- quienes, conociendo con suficiente fundamento tales an-
Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior
danzas, las ocultan. Mientras la cooperación de ciertos políticos y negociantes para su mutuo arropamiento se entiende, la conspiración silenciosa de los otros aparece menos explicable. A no ser que su mutismo exprese, más que comodidad o desánimo, una cierta connivencia de quienes se saben partícipes en corruptelas, seguramente de menor cuantía, pero en todo caso también a costa del erario público. Sea lo que fuere, díganme entonces qué es socialmente más miserable: la deshonestidad de los menos, por abundante que sea, o la cobarde complicidad de bastantes más.
Pero es que no hay pruebas. ¿Toca por eso callar? Como si no hubiera otro abordaje del caso que el judicial, como si nada oportuno pudiera decirse sin el Código Penal en la boca. Entre tanto, los expertos, por lo general, callan, mientras se exige del ciudadano que domine la jerga del especialista o semental con las actividades de los GAL no ya sólo en los indicios directos que abrieron su indagación judicial, sino en los signos aún más elocuentes del empeño expreso del Gobierno en obstaculizarla? ¿O es que no conocemos múltiples actos ¡legales que, por su propia índole, apenas dejan rastro? El cuerpo del delito puede ser tan incorpóreo y espiritual como una pura transferencia bancaria..., avalada por el secreto de confesión del banquero.
No es a la naturaleza, sino al poder (y al dinero) a quien le place ocultarse. La naturaleza, al cabo, se va dejando arrebatar poco a poco sus secretos. Pero aquellas dos máximas creaciones humanas nada serían sin el escondrijo, sin la habilidad de esfumarse a conveniencia. Limitarse, pues, a sentenciar que no hay pruebas de la implicación del poder político o económico (o de su habitual confluencia) en determinado delito, y no decir más o no hacer más por hallarlas, es declarar una simpleza y sancionar las reglas de juego del poder. Pues el poderoso no sería tal si no tuviera también la capacidad de comprar cómplices y amedrentar testigos; el poder, en suma, deborrar sus huellas o disuadir a los intrépidos explotadores.
Muy bien, ¿y qué hacemos con la presunción de inocencia a favor del delincuente, que es su suprema garantía? Mantenerla, desde luego, con tal de no explotar su uso; es decir, a condición de no quedar indefensos ante el delito. Que no seamos juristas no nos prohibiría añadir a sus distinciones otros distingos. Así, por ejemplo, el de que presunción de inocencia legal y presunción de inocencia moral no son por fuerza coincidentes. Por obvio que parezca, no viene mal el recordatorio en una sociedad tan juridizada como la nuestra. Pues ni lo que obtiene el respaldo de la ley es por ello la santísima verdad, ni la ausencia de ley que las regule dota a ciertas actividades socialmente salvajes de una pureza impecable. Añádase, en fin, que una cosa es lapresunción legal y otra la presunción moral de inocencia o culpabilidad. Tan decisiva es la segunda que siempre será la que ponga en funcionamiento la primera.
Nuestras relaciones con los semejantes descansan en amplias dosis de confianza recíproca, pero según cómo. En el tribunal habremos de suponer que el otro dice "la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad". El mercado, en cambio, en el que se desenvuelve casi toda nuestra vida práctica, nos exige prever exactamente lo contrario si queremos sobrevivir. Sonará odioso, pero ese permanentemente estar bajo sospecha vale de modo particular para los políticos cuyos actos se vuelvan invisibles. No precisamente por ser quienes son (más o menos, como los demás), sino por ser lo que son: poderosos. A la postre, si las democracias dicen ser un control institucional del poder es porque han nacido a impulsos de esa sospecha.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.