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Tribuna:EL CONFLICTO DE LOS G. R. A. P. O.
Tribuna
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Huelga de hambre y obligaciones del Estado

Se hace duro observar, con cierta limpieza en la mirada, la escena humana y política ofrecida por esas personas pertenecientes a los GRAPO que han decidido morir por hambre como forma de presión para que el Gobierno cambie su política penitenciaria de dispersión de determinadas categorías de reclusos. El espectáculo incomoda al bien pensante, altera al Estado (no sólo al Gobierno) y deja perplejos a sus servidores naturales (los juristas), sea por no encontrar razones sólidas a favor de la línea gubernamental, sea porque tampoco hallan definitivos argumentos en su contra. En este vaivén relativamente estrábico (cada uno mira a la vez a los huelguistas en hambre y al Gobierno) se han aportado lucubraciones sin demasiado sentido: por ejemplo, la Sala de lo Penal de la Audiencia Provincial de Zaragoza, en auto de 14 de febrero pasado, admitió el recurso del ministerio fiscal y ordenó la alimentación forzosa fundándose, entre otras causas, en que, "ante la laguna de derecho positivo para resolver el tema con normas de derecho material, no cabe otra solución que aplicar los superiores criterios del derecho natural". Mal vamos. Tal vez se deba a la contundencia expresiva propia, según dicen, de la tierra donde se dicta el auto, pero no por ello deja de ser una contundente barbaridad. Sin duda ha habido opiniones más matizadas. Prestigiosos penalistas han justificado la alimentación forzosa a partir del momento de la pérdida de consciencia de los huelguistas. Otros, desde distintos campos, invocando los principios constitucionales de dignidad de la persona, de los derechos que le son inherentes y del libre desarrollo de la personalidad, han negado con singular firmeza la capacidad interventora del Estado a favor de la vida de los presos.Las tesis de fondo de cada una de estas posturas pueden considerarse válidas, pues dependen del mayor o menor peso que se otorgue a los valores defendidos. Ocurre, sin embargo, que son inevitablemente contradictorias y que, por lógica, todas ellas no pueden llevar razón al mismo tiempo. Esto sucede siempre que las cuestiones se plantean en términos abstractos. La tensión alternativa entre unos poderes u obligaciones del Estado y los derechos fundamentales de los presos conduce con frecuencia a callejones sin salida.

Pero aquí no hay nada abstracto: hay unas personas que se están muriendo porque no quieren comer y hay un Gobierno que quiere darles de comer, pero no quiere cambiar su política penitenciaria para que voluntariamente lo hagan.

En primer lugar, no nos hallamos ante el ejercicio del derecho de huelga previsto constitucionalmente ni ante nada que se le parezca. Tampoco nos hallamos ante una concreción del derecho a la libertad ideológica y/o de expresión en relación con el pluralismo político, puesto que nada tiene que ver la opción política o ideológica de los presos con las reivindicaciones que efectúan. Estamos, eso sí, ante el ejercicio del derecho a la vida (artículo 15 de la CE), canalizado a través del principio-derecho al libre desarrollo de la personalidad (artículo 10 de la CE). Éstos son los derechos que están amparando a los huelguistas de hambre: el derecho a la vida no es sólo soporte o condición de los demás derechos; es también un auténtico derecho subjetivo que contiene, como todos los demás derechos fundamentales, la posibilidad de ejercerlo positiva o negativamente (a sindicarse o a no sindicarse, a vivir o a dejar de vivir), y, en cuanto tal derecho subjetivo de libertad, el Estado no puede, en principio, intervenir más que propiciando las condiciones objetivas para que el derecho pueda ejercerse sin limitaciones externas e incluso con las ventajas que el carácter social del Estado exige. Si admitimos que el Estado puede intervenir en el contenido del derecho subjetivo a la vida, cualquier libertad se pondrá en duda: la afirmación de que el Gobierno tiene la obligación de preservar la vida de los presos es, en este sentido, una mayúscula tontería.

Evidente contradicción

Pero hay que distinguir entre contenido del derecho a la vida y ejercicio de ese mismo derecho. Además hay que añadir un tópico: los derechos fundamentales no son ilimitados. Y ello porque, fijado el contenido de un derecho (vivir o dejar de vivir), ese derecho está esencialmente disminuido en su ejercicio (el mero hecho de convivir, ya es una rémora más que notable). Pues bien, la gran limitación de partida al ejercicio de cualquier derecho reside en que se desenvuelva mediante una actividad lícita y conforme a unos fines tolerados por el ordenamiento constitucional. Si todavía agregamos que el ejercicio de esos derechos se realiza por personas (los reclusos) sometidas a un régimen de sujeción especial (con derechos bajo mínimos en su ejercicio) podremos darnos cuenta de que los grandes planteamientos abstractos comienzan a concretarse algo.

La pregunta podría parecer que es la siguiente: ¿puede el Estado, en la perspectiva constitucional, limitar determinadas formas de ejercicio de los derechos fundamentales por los presos? Obviamente, la contestación es afirmativa y no necesita mayores explicaciones: la misma privación de libertad es buena prueba, y el "sentido de la pena" que cita la CE como límite a los mismos es otra.

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Sin embargo, el problema esencial reside en si es razonable que se ejerzan determinados derechos para conseguir fines que nada tienen que ver con su contenido. Y en nuestro caso se produce una evidente contradicción no entre el contenido, sino entre el ejercicio del derecho a la vida y el fin perseguido de presión de la huelga de hambre sobre la política penitenciaria del Gobierno: es para mí obvio que esas medidas de presión no son facultades derivadas del derecho a la vida ni de cualquier otro derecho y chocan con el propio esquema de bienes constitucionalmente protegidos.

La presunción de legitimidad de la acción del Gobierno (artículo 97 de la CE) y las consiguientes facultades de la Administración para llevar a cabo políticas penitenciarias concretas dentro de su legítimo ámbito competencia¡ no pueden verse violentadas por el ejercicio de una actividad de tal sentido: la huelga de hambre sería constitucionalmente lícita si lo que se pretende es morir, no si lo que se intenta es presionar, y se convierte de esta forma en uno de los supuestos más claros de abuso de los derechos fundamentales. O, viendo desde otra perspectiva el argumento, la Administración carece de obligación de soportar ese tipo de presión tendente a modificar decisiones legítimamente adoptadas.

Ante esta situación, el ejercicio del derecho a la vida y el libre desarrollo de la personalidad de los huelguistas en hambre se halla especialmente limitado, hasta hacerlo compatible con los bienes constitucionalmente protegidos. Lo cual implica, ni más ni menos, que constitucionalmente es legítimo imponer, mediante sistemas que no vulneran frontalmente la dignidad del recluso (en relación con la prohibición de los tratos inhumanos), su alimentación obligatoria.

Es evidente que esta postura no es transferible a cualquier situación, y por eso había que referirse al caso concreto. No cabe hablar de la ilicitud genérica de la huelga de hambre: cuando se entiende que hay en juego intereses generales se puede conectar con el mismo derecho de resistencia o de desobediencia que está presente en otros sistemas similares, y que en el nuestro puede tener perfecta cabida. Pero, lo creo sinceramente, sí es defendible en este caso. Y buenas serán estas razones si se salvan algunas vidas y el Gobierno repiensa más constitucionalmente sus argumentos.

Miguel A. Aparicio es catedrático de Derecho Constitucional.

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