Objeción a las armae
LA OBJECIÓN de conciencia al servicio militar en España se está convirtiendo de forma acelerada en un fenómeno social de cierta amplitud. En 1989 se acogieron a ella un total de 13.130 jóvenes, una cantidad que dobla con creces la que se produjo en 1986 (6.407 jóvenes conscriptos). Ambas cifras, bastante considerables si se tiene en-cuenta que acaba de iniciarse la andadura de la vigente ley de objeción de conciencia, de 1984, están muy lejos de los 1.317 objetores contabilizados por el Ministerio de Defensa en noviembre del pasado año. Pretender, como hace ese departamento, que sólo un 0,36% de los integrantes de¡ contingente anual de reclutas se acoge a la objeción de conciencia es ignorar la realidad. Más ajustada resulta la proyección realizada por el Ministerio de Justicia, que apunta a un porcentaje del 2% para nuestro país; próximo al que se da en Francia (I %), Italia (2,5%), Holanda (2,5%) o Dinamarca (3,5%).El hecho de que la duración de la prestación sustitutoria sea superior en un 50% a la del servicio militar y de que no se permita acogerse a la ley de objeción a los ya incorporados a filas actúa como elemento disuasorio entre los que podrían acogerse a la fórmula y potencia la extensión de los movimientos de insumisos. La cicatería legal con que ha sido abordada la objeción, considerándola simplemente como una causa más de exención del servicio militar y no como la manifestación de un derecho fundamental, no es ajena al auge que en los últimos años ha adquirido entre la juventud la actitud de rechazo total a todo lo que, de cerca o de lejos, huela a servicio de las armas. Los consejos de guerra celebrados contra estos jóvenes insumisos, contrarios tanto al servicio militar como a la prestación social sustitutoria, tienen el riesgo de recrear una situación que, salvadas las distancias, puede recordar la protagonizada por los pioneros del movimiento de la objeción de conciencia, enfrentados una y otra vez a los consejos de guerra del franquismo.
La oposición al servicio militar obligatorio no es un fenómeno nuevo, aunque antes quizá no afloraba a la luz pública ni era posible cuantificarla con tanta exactitud como ahora. No hay que remontarse muy atrás para recordar los casos de jóvenes que se autolesionaban, a veces de modo irreversible, para librarse de la mil¡ o los de quienes a base de fingirse locos acababan por estarlo realmente. A pesar de que pueda considerarse todo un síntoma, el crecimiento del número de objetores no parece que pueda poner en peligro los planes, en materia de reclutamiento, del Ministerio de Defensa. La deslegitimación del servicio militar obligatorio no vendrá de quienes lo rechazan de principio, sino de quienes padecen las condiciones en que se desarrolla. Los padres de los jóvenes muertos en la mil¡ son mucho más contundentes y críticos en sus juicios de lo que pueda serlo el más ideologizado pacifista.
En un momento en que la posibilidad de un conflicto armado que implicara a España aparece remota, si no descabellada, el coste social del actual servicio militar (en pérdida de tiempo, dinero y, con demasiada frecuencia, vidas humanas) puede llegar a resultar insoportable para la opinión pública. Si el servicio militar es necesario, mientras lo sea, los poderes públicos están obligados, como reconocía recientemente en el Congreso el propio ministro de Defensa, Narcís Serra, a que por lo menos resulte "lo menos gravoso posible" para los jóvenes españoles y sus familias. La cuestión es poner los medios necesarios para que ello sea así y no dar la espalda a lo que se ha convertido en nuestros días en un profundo anhelo social: la reducción al máximo de la duración de una experiencia vital sentida por amplios sectores de la sociedad como una pérdida de tiempo y como un riesgo sin sentido.
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