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Muerte de poetas

Preparaba aquella noche unas anotaciones muy someras a cartas de Gil de Biedma que se publicarán pronto: empeño en postrimerías. La consulta de los libros del poeta, que vuelve esta vez para no irse ni retomar jamás, se convirtió, entre los fantasmas de las lámparas, en lectura salteada, inquietísima de sus versos. Por ellos es ahora su vida, que ya lo era su nombre, "materia común / más allá de los límites estrechos de la muerte".Encima de la mesa, tal otro visitante con aires de familiar pavana, la última antología poética de Carlos Barral, que ha seleccionado e introducido Juan García Hortelano, con el desgarro de quien tanto sabe, de quien parece haber adivinado este verano "...el último verano de nuestra juventud", la ocurrencia mortal del otoño pasado. Escribe Hortelano entre recuerdos de amistad, riesgos civiles, dicharachos y sedimentos literarios de densidad variada. (No llegó a abrir Barral el paquete que contenía los primeros ejemplares de este libro que ha terminado por serlo in extremis.) García, en este caso Hortelano, da en el clavo de un extraño fenómeno del que adolecen los escritores de los cincuenta: "El tercer interregno borbónico ad nauseam... ayudó a prolongar, a través de los más que 25 años de paz" su juventud; mas aquellos disidentes envejecieron o envejecimos del golpe de un noviembre, algunos como el retrato de Dorian Gray y otros de muchas otras maneras, por ejemplo muriéndose.

Lo cierto es que ese abandono, forzado y subitáneo, de las trazas de una juvenilidad más bien exógena, está en las fotografías. Entre la útima de ayer y todas las de hoy se ha alzado, con nocturnidad y alevosía, un muro color sepia. También se ha venido abajo como por encanto el muro de la "vergüenza" berlinesa. Entre muros anda nuestro juego. Estamos tan poco para bromas que hasta tenemos que empezar a exponer más de una verdad; por ejemplo, que nos llevamos bien incluso con los que en serio no hemos reñido nunca. Una vez que la Magdalena se ha probado los lutos, sienten o no bien éstos, difícil será que vuelva a estar para tafetanes.

Sobre la muerte de Barral hubo homenaje, desde luego que un punto menos que el merecido y justo. El autor de Metropolitano (1957) lo había anticipado oscuramente: "¿Mas quién impedirá que un tiempo corra / más ágil que otro tiempo?". El suyo se fue muy aprisa; el de los demás le sigue en pos, y no con generosidad por parte de todos. Fue un magnífico poeta, un hombre que luchó por tantos libros, pero sin la adherencia morbosa, entre pacata y descarada; esto es, hipócrita, que se ha echado sobre la muerte de Gil a borbotones. Al poeta de máscaras y disfraces de quita y pon a solas, poeta, pues, del desdoblamiento, le han sobrepuesto doblajes declamatorios y muecas pasmadas, cuando había que salvarse "escribiendo / después de la muerte de Jaime Gil de Biedma".

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Mi recuerdo cambia de paso ante la desaparición de Dámaso. La imagen que me invade del maestro es cronológicamente breve y temporalmente discontinua. ¿Comenzó todo una mañana en Alcalá de Henares, donde hicimos novillos a la solemnidad reinante para jugar al escondite con un vaso escocés? (Alonso Zamora me es sufrido testigo de aquella travesura en la que yo fui el viejo y endosó la niñez el académico octogenario). ¿O en Oviedo, entre enredos, que no fueron ni suyos ni míos, de resoluciones literarias en favor del poeta cordobés García Baena? "Fulano, se equivoca usted; Baena es un gran poeta", sentenció Dámaso, y redujo con autoridad y concisión algún que otro pronunciamiento alborotado e ignorante. El gran catador de poesía no olvidaba que el grupo Cántico representó en la anterior España una serena independencia ante la poesía oficial y también ante otras más meritorias por su resistencia a las presiones que por su calidad estética. Acaso fue en Santander, en un campus veraniego y entonces pulcro, al sorprenderse Dámaso porque el muchacho que yo era le espetase de memoria, imitando con fracaso las recitaciones que él ofrecía de su poemario, el soneto Mi tierna miopía, que prologa con vista profunda Hombre y Dios (1955). Había aparecido el libro pocos meses antes, al amparo primoroso y malagueño de la colección El Arroyo de los Ángeles. Fue sin duda una tarde en el Campo del Moro, con atuendo de solemnidad media, en la cual el requiebro a mi mujer se le escapó al poeta de las palabras hasta las manos temblorosas: "Duquesa, es usted tan blanca, tan rubia, tan unida". (Eso ya es un poema, Dámaso, comentó acogedor y sonriente Pedro Laín Entralgo.) Mas no; nunca antes ha sido mía su imagen; lo es ahora, esta noche de su muerte, noche mía, siglos suyos: "Noche: los siglos".

La relación en Dámaso entre inteligentísima capacidad de creación y poesía resultante es patente. Pero sospecho que vale aún más la que media entre gran creatividad y un alto logro estético, diré que hasta poético, en su prosa estudiosa. Su mejor poesía quizá sea esa prosa anotada con portentosa erudición y gusto seguro. Con ella nos ha enseñado a no dejamos obnubilar por los rayos de luz, de suyo cegadora, de los versos de Góngora, o a explorar nuestra ladera de Juan de la Cruz, madrecito, y acaso otra "que en un álabe dulce se derrama", o a desentrañar las sibilantes de tal verso de Garcilaso: "Un susurro de abejas que sonaba", o a implicamos en la severa ejemplaridad ética de la discusión de autoría de Epístola moral a Fabio. Nada de factico hay en su crítica tantas veces inaugural. La brillantez, la sinceridad, la agresión delicada son en el investigador impares. Hijos de la ira (1944) es un libro excepcional que imprime carácter, el del manifiesto. Respecto al gongorismo, apuntemos que el estudio inicial fue la biografía crítica de don Luis que el director de la biblioteca de Menéndez Pelayo de Santander, luego académico, Miguel Artigas, publica en 1925 con premio y a expensas de la Real Academia Española. En ese libro y en la amistad santanderina con su autor bebe Gerardo Diego el impulso gongorista más entusiasta que, no sin dificultad, terminó por inocular en sus compañeros de grupo poético. Si persistís en no hacerme caso, escribió Diego a José María de Cossío, saldré a la calle gritando ¡viva Góngora! Además, desde abril de 1903, Juan Ramón, Martínez Sierra, Pérez de Ayala y otros promovieron en la revista Helios un concurso literario en homenaje a Góngora.

"¡Ah, Vicente, qué lástima que barbas no tengas!", le cantaba a Aleixandre el hijo de la ira, precisamente en 1944, durante una exultante navegación del Nilo. ¡Ah, qué lástima, Dámaso, que ya no lleves chalina por tu casa! ¿Habrán enterrado a Barral con su pipa de joven marino? Puede que no se le antojen ahora a Gil de Biedma "las rosas de papel... demasiado encendidas para el pecho". Libros muy muy dedicados de poetas saltan esta madrugada de los anaqueles, compiten a pesar de sus portadas con el atractivo lejano de los dibujos enmarcados que me acompañan: Ingres, Bonnard, Vaquero Turcios, Riancho. No acertó Dámaso en vestir a la muerte con una sola túnica. "Morir es aspirar una flor nueva". "Terrible diosa de ojos dulces". ¿Será capaz de decidirse ahora? "Siempre. Ya es inmortal, ya es dios, ya es nada".

El 26 de enero sepultamos a Dámaso. A su manera, socarrona a veces por encubrir latidos del corazón, acogió casi siempre a los poetas jóvenes. El 26 de enero, un poeta más joven, Eladio Cabañero, fue sujeto de una resurrección poética en San Sebastián de los Reyes, que también es, según las últimas estadísticas, una ciudad que aloja un millón de cadáveres. Rafael Morales, José Hierro, Claudio Rodríguez y otros fueron los ángeles que sonaban las trompetas contra esa muerte desvencijada que es el olvido. A. Dámaso no le habrá disgustado la coincidencia.

es duque de Alba.

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