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Tribuna:
Tribuna
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La ley y las conductas

En general, los latinos, y especialmente los españoles, tenemos un concepto romano de la vida, creemos que los problemas sociales se arreglan a golpes de leyes y de jueces. Un error lento y caro.En el último mes hemos asistido a un bombardeo de tensiones a propósito del ahora denominado tráfico de influencias. Se ha dicho de todo, pero no se ha dicho todo, ni de la mal llamada clase política ni de la Prensa.

Los medios de comunicación españoles no son homologables a los que funcionan en las sociedades democráticas. Cualquier profesional del periodismo que aún no haya enloquecido sabe que la Prensa, como algunas fincas, es aquí manifiestamente mejorable.

En democracia, los medios pueden escribir y decir lo que les venga en gana. Si cometen un delito (calumnias, ataques a la honorabilidad de las personas, etcétera), lo pagan con desprestigio y con dinero. Pero no hay ley que pueda regular cosas tan complejas como el contraste solvente de una noticia, la relación entre el titular que se asigna y el texto de la noticia misma, la rectificación leal, etcétera. En suma, no hay ley capaz de contrarrestar la manipulación informativa.

En lugares con mayor experiencia democrática que la española se han encontrado soluciones. Allí existen medios informativos cuyo límite es la ley, y otros cuyo límite es la decencia.

En España, piara nuestra desgracia, todo está mezclado. En mi particular opinión, los límites de la decencia informativa no pueden señalarse mediante una norma legal de cumplimiento general. Por el contrario, sí es posible que los límites de la decencia sean reglados por los propios medios de comunicación: profesionales y empresas.

Un ciudadano que lee, escucha o ve un medio de comunicación -como quien consume un producto cualquiera- tiene el elemental derecho a saber los componentes de ese producto.

Grosso modo, hay dos tipos de producto informativo. El de tipo S (serio) y el de tipo Y (yellow). Quienes consuman S saben que allí las noticias están contrastadas, la mentira erradicada, los titulares no son un señuelo, se respeta el derecho de rectificación, la ideología del medio está claramente separada de la información que éste da, se aceptan los derechos profesionales de los redactores, etcétera. Si se trata de un medio Y, el lector sabe que su divisa no conoce el miedo, la verdad es allí un mero accidente, y en Y, los autotitulados periodistas investigadores constituyen una mixtura de huelebraguetas y calumniadores.

Pertenecer al grupo S es voluntario. Decisión que afecta al crédito del medio y también a su mercado. Sería deseable que el mercado Y fuera nulo, pero ni lo es ni lo va a ser. Empero, existe en España un mercado para S potencialmente tan grande como para producir la ruptura. Para ello bastaría con que todos los medios públicos y los privados de prestigio que lo deseen apostaran por S, dejando a los Y ante el dilema de elegir entre el crédito social y el mercado.

Para el consumidor, ésta es la más segura solución, lo es también para el productor, vale decir, para los medios de comunicación y sus profesionales. ¿Qué hacer con el tráfico de influencias? Lo podíamos llamar: comisiones, negocietes o simplemente tacto de codos de las empresas con el poder. ¿Es posible erradicarlo mediante una ley? No hay abrumadoras razones para ser optimistas, pues en el fondo no se trata de una cuestión legal -al menos, no es sólo una tarea jurídica-, es un asunto de moral pública y, si es así, los comportamientos habrán de regularse de otra forma.Tal como están las cosas, quizá una ley sea necesaria, y, en todo caso, el PSOE ha hecho bien anunciando que irá tan lejos como el que más; pero cuando se lee, por ejemplo, que un presidente de empresa pública, tras su cese, no podrá ejercer en cuestiones afines durante dos años, y lo mismo vale para sus parientes y allegados, se percibe una doble impresión: a) los próximos directivos de la cosa pública no serán necesariamente mejores profesionales que antes de esa ley, y b) que esto de la política puede convertirse en una cosa para funcionarios o para ricos; por cierto, a estos últimos nunca les pillan las incompatibilidades.

Un pensamiento sacado del pesimismo patrio viene al caso: "La justicia de enero es muy rigurosa, esperemos a febrero, que será otra cosa".

¿Cómo entrarle al problema? El objetivo a conseguir es la seguridad entre los ciudadanos de que sus representantes políticos se comportan con honradez, lo que implica que si alguno incurre en comportamientos deshonestos va a ser expulsado de ese colectivo. Se trata también, en este caso, de establecer mecanismos de autorregulación.

Puesto que a quienes estamos en cargos de representación política se nos otorgan más derechos que al común de los ciudadanos (poder de decisión, representación y otros narcisismos ...) es lógico que tengamos más obligaciones. Entre ellas, una elemental: no tenemos derecho a enriquecernos.

Sólo mediante códigos de conducta explícitos, claros y públicos puede conseguirse esa seguridad para los ciudadanos. ¿Cómo? A mi modo de ver, de dos formas: un código,de conducta válido para todos los partidos políticos y códigos de conducta específicos para cada uno .de los partidos. Estos segundos deberían recoger la cultura particular de cada formación política. Si así se hiciera, los ciudadanos y los propios partidos sabrían, sin tener que recurrir al Código Penal, quién está actuando correctamente y quién debe marcharse. Que se sepa rotundamente que no se debe ni se puede estar al plato y a las tajadas. De no ser así, a muchos -quiero suponer que a la inmensa mayoría- se nos va a quedar cara de imbéciles.

es presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid.

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