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Honor y miedo

Antonio Elorza

Sobre los hechos sigue reinando la oscuridad, aunque por lo menos hayamos aprendido algo acerca del camino que sigue nuestra democracia. Como es de dominio público, la única aportación del vicepresidente ante las Cortes consistió en revelar que aquel cuarto de la Delegación del Gobierno en Sevilla fue ocupado en su día porque sobraba sitio y un sujeto impersonal se lo asignó al asistente del político, siendo más tarde desafectado por la misma razón. Entre ambos momentos, nada. únicamente "el diluvio" y "la maraña" de imputaciones aparecidas en una Prensa ligera hicieron necesario el acto parlamentario, entendido como inauguración y clausura oficial del tema. Primera consecuencia de este deliberado vacío: el Gobierno atribuye a la Cámara una función de simple registro de sus declaraciones, negándole toda dimensión de control. Para remachar esto, tengamos en cuenta el lugar elegido por el presidente González para aportar el dato decisivo de su posición personal e intenciones de actuación: el quite por chicuelinas, o mejor, el anuncio de espantada, no lo hace en el hemiciclo, aunque fuera reiteradamente aludido, sino en los pasillos. La institución parlamentaria nada tiene que decir sobre las decisiones de fondo. Los efectos prácticos de tal valoración son claros: el Gobierno, vía mayoría fiel y allegados, impedirá que se forme una comisión investigadora. A partir de este punto inicia el contraataque.Es un rápido tránsito: de la presunción de inocencia a la autoabsolución, y de aquí a vengar la inocencia ofendida. Los papeles se invierten por decisión superior. Cuando estamos ante un presunto abuso fundado en las relaciones familiares, resulta, según González, que la verdadera tragedia es ser hermano o primo de un dirigente. De acuerdo con la versión oficial, lo único real es "la maraña", "el diluvio": el intento de destruir la imagen de un vicepresidente, lo cual implica una amenaza de desestabilización de las instituciones.

Así las cosas, no es de extrañar que el Gobierno encuentre en su camino como aliados a viejos símbolos del periodismo franquista a la hora de pedir que la libertad no degenere en libertinaje. La sanción trata de imponerse sobre el mensajero porque éste, a imitación de la juiciosa TVE estatal, espejo fácil de todas las caras posibles del poder, no debe traer mensaje alguno. El blanco, lógicamente, es el periodismo de investigación, única vía de conocimiento de las posibles irregularidades al estar cegada la parlamentaria.

Claro que la historia política del siglo XX es rica en casos de intervención del periodismo amarillo en la esfera política, y ya que de linchamiento moral se ha hablado, cabe aportar la comparación del presente con el caso más emblemático, la difamación derechista contra el ministro francés Salengro en 1936, cuyo desenlace trágico fue el suicidio del político. Pero las situaciones nada tienen que ver. Ahora el problema queda acotado a una evidencia de irregularidad -al uso de una dependencia política por persona que desarrolla actividades privadas en circunstancias que favorecen una imagen de confusión de planos-, y las presuntas responsabilidades judiciales y políticas han sido cuidadosamente deslindadas al ser requerido el vicepresidente. Además, Salengro proporcionó una cumplida explicación de su conducta, refrendada por la Asamblea Francesa. Ahora nada se ha explicado y nada se explicará, al recibir carpetazo oficial el asunto. De manera que es justamente la decisión de mantener las cosas en la sombra lo que pone sobre el tapete la cuestión de la honorabilidad.

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Tocamos así uno de los puntos centrales que deja ver, a falta de otra cosa, el caso del depacho sevillano. La concepción que acerca de la centralidad de su propio poder tiene nuestro Ejecutivo le va arrastrando cada vez más hacia una invasión progresiva, cuando no a una depreciación, del espacio tradicionalmente reservado a los dos restantes poderes. Sobre el judicial, por la designación de hombres de confianza en puestos claves y por la fijación de límites estrictos a la facultad de investigación cuando ésta afecta a los aparatos del Estado. Sobre el legislativo, haciendo entrar en juego una y otra vez la mayoría parlamentaria para impedir todo ejercicio de las actividades de control. La oposición queda encerrada en un círculo vicioso: al no serle permitido emprender la fiscalización de los recursos parlamentarios, ha de apoyar su información en esa Prensa desautorizada desde el Gobierno. Sólo queda, pues, apretar a fondo esta última tuerca para que la opacidad en la actuación gubernamental sea definitivamente asegurada.

Como consecuencia, la única fuente de verdad resulta ser el propio Gobierno. Aquí tiene lugar un auténtico desdoblamiento: el Gobierno garantiza la inocencia de las conductas de sus líderes, y éstos presentan a su vez como suprema razón el aval de su persona, implicando en ello su responsabilidad pública: fue así como en su primera intervención el vicepresidente conjugó las referencias en tercera persona a la propia función (mensaje aparentemente objetivo: la verdad con el sello del poder) y las declaraciones exculpatorias en primera persona (expresión de sinceridad individual: no le gustan los negocios). Luego tocaría a González desarrollar hasta el fin esta perspectiva de los dos cuerpos del gobernante, al fundamentar sobre una confianza personal (en la honorabilidad de su número dos) tanto una decisión política de carácter hipotético (la propia dimisión) como la inmediata de impulsar, desde el Gobierno y no como ciudadano, las acciones frente a la Prensa. Queda así forjado otro círculo de hierro, esta vez de impunidad, y no extraña que su remate simbólico sea la interposición abrupta del jefe del Ejecutivo a todo procedimiento que implique en este caso la materialización del principio de responsabilidad. Sobre las vías regulares de intervención parlamentaria o judicial se alza la sombra del caos, en forma de amenaza de dimisión. Y el desario personal: "Por eso los animo", añade. Claro que hay algún antecedente concreto de este gesto en que un líder esgrime su gallardía y compañerismo por encima de las instituciones, pero trátese entonces de bandoleros políticos, ahora de hombres de honor, el contenido antidemocrático es el mismo. Sólo una investigación parlamentaria, pues de responsabilidad política se trata, puede esclarecer una situación que ofrece indicios de irregularidad, por lo que toca a las formas de relación entre poder político e intereses privados.

En definitiva, esta constelación de problemas no es nueva en la historia política. Por eso cabe recordar dos advertencias clásicas que encajan con la presente situación. La primera es de Montesquieu: "No son sólo los crímenes los que destruyen la virtud, sino también las negligencias, las faltas, una cierta tibieza en el amor de la patria, los ejemplos peligrosos, las simientes de corrupción; aquello que no vulnera las leyes, pero las elude; lo que no las destruye, pero las debilita". De ahí que la actuación de los censores resulte necesaria en una república. La segunda procede de otro pensador liberal, Guillermo de Humboldt: "El Estado no debe intentar jamás influir mediante el miedo, que no sirve sino para mantener la ignorancia de los ciudadanos respecto de los derechos o para hacer que desconfíen de que él los respeta". Y bastante tiempo hemos vivido en este país envueltos en el miedo para que ahora regresemos a él ante la amenaza de oscuras crisis o de torpes revelaciones sobre una corrupción generalizada de la clase política. Nada iba a pasar, salvo un incremento de la confianza general en la democracia, si el caso Guerra fuera iluminado hasta el fondo por la hoy imposible comisión parlamentaria. Ahora bien, de poco sirven los buenos deseos. En este río sin retorno hacia la concentración de poderes en un Ejecutivo con conciencia de fortaleza sitiada, la corriente seguirá sin duda otro curso. De momento, entra en juego la libertad de expresión. Todo lo cual sugiere que estámos ante algo más que una cuestión estética.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la universidad Complutense.

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