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Rumanía, el precio de la revolución

Marx escribió y pensó en un tiempo marcado por la visión romántica de las revoluciones, desde la de 1789 hasta las de 1830 y 1848, y en una sociedad en la que la persistencia del antiguo régimen en la cultura y la política resultaban escandalosas ya para los hijos de la Ilustración. Quizá por ello vio las revoluciones como imprescindibles para el cambio social. Con cabeza más fría o más añorante, Tocqueville abrió paso a otra forma de ver las cosas. Las revoluciones serían rupturas políticas que, tras un espectacular interludio de violencia y cambios institucionales, acaban por dejar paso a una cierta continuidad del desarrollo social.Pero sólo una cierta continuidad: hay cosas que cambian al cambiar las instituciones políticas. Lo curioso para el observador es reparar en cuántas cosas no cambian con una revolución. En ese sentido se parecen a procesos de cambio político menos espectaculares (o que así nos parecen), como la transición a la democracia en España.

Es curioso ver cómo los intelectuales españoles, sobre todo los de pensamiento radical, subrayan que nuestra democracia es hija de la sociedad del franquismo. ¿Podría haber sido de otra forma si se hubiera producido una ruptura violenta de las instituciones políticas? Hay razones para pensar que no: la revolución de 1974 en Portugal pudo comenzar como un golpe militar, pero en los años siguientes se produjo una enorme movilización social y política, y durante largo tiempo nadie habría discutido que en Portugal estaba en marcha un proceso revolucionario (el Departamento de Estado, en cualquier caso, parecía convencido). Pero, a fin de cuentas, Portugal ha mantenido una profunda continuidad social después de aquellos años, y están siendo mucho más profundos (nos gusten o no) los cambios traídos por la modernización económica en la segunda mitad de los años ochenta.

La curiosa polémica creada por la Prensa francesa sobre Rumanía (golpe de Estado planeado de antemano o revolución desde abajo) muestra que el arranque de un proceso revolucionario no decide necesariamente sus efectos finales. El detonante parece haber sido indudablemente una bien costosa insurrección popular, pero si el Ejército no se hubiera puesto de parte del pueblo, la rebelión habría sido aplastada como en su momento lo fue en China. Quizá la singularidad mayor de Rumanía sea que el dictador había conseguido enajenarse a las fuerzas armadas.

Pero no cabe sorprenderse de que la Rumanía salida de la revolución vaya a estar marcada mucho tiempo por la experiencia del país bajo Ceaucescu. Lo que llama más la atención son lo que podríamos llamar efectos indeseados de la revolución. Uno de los más familiares para los estudiosos del conflicto violento es la tendencia de la dirección revolucionaria (el Frente de Salvación Nacional) a perpetuarse en el poder, transformándose en partido político con la esperanza de barrer en las primeras elecciones libres. Lo que, con evidente intencionalidad política, se ha comenzado a llamar la tentación sandinista.

Desde una perspectiva teórica, y no moral, lo raro sería lo contrario. Tras la caída violenta de un régimen se crea un doble vacío, de poder y de legitimidad. El Ejército o una burocracia apresuradamente reconvertida pueden servir como base de poder, pero difícilmente de legitimidad. Ésta debe venir de la dirección que ha capitalizado o encabezado el proceso, el caso del FSN en Rumanía o del Movimiento de las Fuezas Armadas en el Portugal de los setenta. La única alternativa podría ser una gran coalición nacional, pero ésta es difícil en un régimen que no ha nacido del consenso, sino de la ruptura. Y lo que es peor, si tenía razón el viejo Ferrero al decir que el vacío de legitimidad crea miedo y favorece los reflejos represivos, cabe temer que el fantasma de la sangrienta Securitate sirva a medio plazo a algunos sectores del FSN para imponer una restricción de las libertades.

Ese precio indeseado de la revolución sería una razón adicional para comprender por qué en algunos países del Este se habla de hacer una transición a la española. El interés primero es evitar la violencia y el vacío de poder, pero el tratar de que sea el consenso entre Gobierno y oposición el principio rector de la transición no parece cosa desdeñable. No se trata de exportar ningún modelo, por supuesto: en este caso creo que los españoles somos muy críticos respecto a nuestra transición, pero deberíamos aceptar que vista desde otros países parezca envidiable. Aunque sólo sea porque permitió sin problemas la alternancia en el poder y consolidó las libertades.

En Polonia, Checoslovaquia y Hungría el recuerdo de las intervenciones soviéticas y de las normalizaciones impuestas juega a favor del consenso, como el recuerdo de la guerra civil lo hizo en nuestro caso. En Rumania, en cambio, el consenso, el gran acuerdo nacional, aparece hipotecado por el enfrentamiento entre el FSN, demasiado marcado por el pasado comunista de muchos de sus miembros, pero que se cree portador de la nueva legitimidad nacional, y un pueblo movilizado y que piensa, con dolorosos argumentos, que el cambio lo hizo él. Y tras la disputa por la legitimidad está la disputa del poder, el riesgo de guerra civil y la amenaza de un régimen militar como única salida a corto plazo. No es la más luminosa de las perspectivas.

L. Paramio es profesor de Sociología de la universidad Complutense.

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