Orcas
Una de las ventajas de no haber contraído matrimonio -porque el matrimonio se contrae como las enfermedades, aunque con el tiempo se dilata como el infierno- es que no puedo pasar legalmente a la categoría de orca sanguinaria, que es en lo que se están convirtiendo de una temporada a esta parte algunas ex esposas dedicadas a la devastación del antiguo cónyuge. No hace falta sentir especial simpatía por un presunto chorizo llamado Juan Guerra ni por un acreditadamente ventoso premio Nobel conocido como Camilo José Cela para experimentar vergüenza -como mujer y como hembra a la vez, y no estoy loca- ante el espectáculo extraordinariamente refinado, pleno de matices, elegancia y sensibilidad con que se nos viene obsequiando.Se ha abierto la veda, y asistimos con franca tolerancia, cuando no admiración, al nacimiento de un nuevo deporte propio de la civilización que nos abruma, un deporte que degrada a quien lo practica y a quien lo permite, aunque en este caso no comporte el exterminio de ciervas preñadas ni de bambis en edad de tener las primeras poluciones nocturnas. La presa de estas implacables mamíferas submarinas suele ser, además, un ex apetecible para los devoradores de carnaza: alguien a quien no sólo se puede den¡grar, sino gracias al cual también se consiguen sabrosos beneficios. Nada que salvar, pues. Ni siquiera el patetismo de la venganza, el dolor del despecho. Pura y simple miseria. Diamantina basura.
Y aquí estamos. Devorando revistas y periódicos, masticando confesiones, digiriendo cartas íntimas. Si no fuera porque hace ya tiempo que salí de mi asombro y me quedé colgada en la observación, no traspasaría en estos momentos el umbral de semejante pasmo.
Claro que la ex señora de Le Pen lo hizo primero. Pero al menos tuvo la delicadeza de mostrar su propio culo. Cosa que estas supuestas damas olvidan.
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