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¿Un bicentenario para el recuerdo?

Si tomásemos el ejemplar del 29 de junio de 1901 del homónimo de este periódico, podríamos leer la crónica de un tumultuoso mitin convocado en la calle de Atocha, durante el cual el republicano Alejandro Lerroux y el socialista Indalecio Prieto propusieron depositar una corona de flores al pie de la estatua de Mendizábal. Sagasta contra Mendizábal, rezaba el titular. Los líderes políticos de nuestros días no pueden rendir dicho tributo en el bicentenario del nacimiento de Mendizábal: en 1943, Franco sustituyó su estatua por la de Tirso de Molina, y cambió el nombre de la madrileña plaza del Progreso por el del autor. Pero, ¿por qué debería recordarse a Mendizábal? Durante la primera mitad del siglo XIX, no hay nombre que aparezca tan constante y prominentemente en cada cambio de la situación.En 1820, 1823, 1830, 1835, 1840 y 1843, Mendizábal desempeñó uno de los principales papeles durante los años cruciales del liberalismo. Si su nombre significa algo para cualquier persona, se asocia con la desamortización, de la que se beneficiaron muchas familias a expensas de la Iglesia. Los descendientes de dichas familias se muestran a menudo reacios a hablar de su riqueza. La mención de este tema provoca un embarazoso sonrojo o la vigorosa denuncia de unas ganancias impías. ¿El final de la historia? La aparición de un debate tópico en los Estados. Evidentemente, éste no es el caso de España, donde tantas calles han recuperado sus anteriores nombres.

Así pues, ¿qué sucedió con Mendizábal? Esencialmente, fue un valiente hombre de acción, apreciado por los espíritus aventureros, como Riego y don Pedro de Portugal, cuya hija debía el trono a sus actividades. Su optimismo y deseo de poder persuadió a los demás de sus convicciones y los espoleó para conseguir la base de éxitos futuros partiendo de situaciones aparentemente desesperadas. No dejó escritas memorias, pero algunos de los que lo conocieron -Alcalá Galiano, Espoz y Mina y el marqués de Miraflores- escribieron convincentemente acerca de sus méritos. Mendizábal se encontró entre los primeros de los muchos liberales españoles que admiraron las instituciones anglosajonas y favorecieron su establecimiento en España y Portugal. Al no ser jurista, desempeñó un papel secundario en la redacción de la Constitución. ¡Gracias a Dios!, podríamos decir, a pesar de que la Constitución de 1837 llevase estampada su firma. No obstante, se preocupó muy personalmente por las medidas legislativas que pensó que garantizarían la democracia, sobre todo la abolición del diezmo y las tierras sujetas a impuesto.

Su política eclesiástica encontró pleno apoyo entre todas las corrientes del liberalismo, que, debido a la hostilidad eclesiástica hacia todo lo democrático, era profundamente anticlerical. Entre los primeros que invirtieron en las propiedades monásticas se encontraban muchas personas que posteriormente se convirtieron en prominentes moderados. La oposición a estas medidas sólo vino de una fuente, Flórez Estrada, que se mostraba a favor del arrendamiento de las tierras. Este alegato era revolucionario: las ventas de Mendizábal no lo fueron. Aunque muchos de los seguidores de Mendizábal efectuaron inversiones, no todos los que lo hicieron se unieron a su partido, ni aparentemente invirtió él mismo hasta una fecha posterior.

La reputación de Mendizábal como el primer hombre de Estado progresista español se basa en el hecho de que no se revocó su programa eclesiástico. Pero también fue el fundador del Partido Progresista, que junto a los moderados supuso en la década de 1830 el comienzo de un sistema bipartidista, y que continuaría existiendo hasta 1870, año en el que se transformó en el Partido Liberal. Los progresistas emergieron de forma clara alrededor de Mendizábal en las elecciones de 1836, cuando los mendizabalistas adoptaron por vez primera el término progresista, e hicieron campaña a nivel nacional. Fue una creación frágil, que buscaba el centro político, y que sufrió ataques tanto por la izquierda como por la derecha. La supervivencia del partido se debió a los comienzos de un liderazgo procedente de un comité central, que publicó por primera vez programas electorales y listas de candidatos a nivel nacional.

En aquel momento el país se sumió en la larga guerra carlista. La incapacidad de ponerle un fin desacreditó a ambas facciones, dejando que los políticos se pusiesen en manos de los militares. Espartero se convirtió en el héroe progresista. No obstante, la iniciativa de Mendizábal proporcionó sin duda alguna a la España liberal el medio de continuar con la guerra en un momento en el cual el Gobierno había perdido toda su credibilidad, habiendo depositado todas sus esperanzas en una intervención militar francesa, a lo que París se negó. En parte, el fracaso de Mendizábal por ganar la guerra puede atribuirse a su incapacidad para persuadir a Francia de que endureciese las normas fronterizas, impidiendo de esta forma que los suministros alcanzasen el bando carlista. Plus ça change ... ?

Mendizábal emerge de estos acontecimientos turbulentos como la figura alrededor de la cual se unieron las grandes fortunas de carácter progresista, a fin de hacer crecer sus propios intereses. Descubrieron en él unas cualidades de determinación y coraje que lo marcaron como líder. Como economista, normalmente tuvo tanto éxito en la obtención de préstamos, y como asesor económico comprendió el efecto multiplicador del gasto gubernamental, algo muy notable en un ministro prekeynesiano. Demostró ser un mal político, pero aprendió a aprobar como parlamentario. Su talento fue más notable en épocas de crisis, pero careció del aplomo de un hombre de Estado. Sin embargo, y rodeada por la mediocridad, su imaginación y energía le hicieron ganar merecidamente una prominente posición entre sus contemporáneos y ocupar una muy duradera en la historia política de la España del siglo XIX. Pero, ¿se merece una estatua? El tiempo lo dirá.

Peter Janke es director de investigación y planificación de Control Risks Information Services Limited. Traducción: Esther Rincón.

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