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¡Calma!, por favor

En estos últimos meses, con el carácter cíclico de otras catástrofes naturales, las cosas de la justicia están produciendo nervios y sofocos. El síndrome parece que afecta a jueces y legos (el resto del mundo). Una asociación conservadora de jueces, de cuyo nombre no quiero en esta ocasión acordarme, abrió no hace mucho tiempo la caja de los truenos, y con el riesgo de perder su habitual y elogiable compostura, proclamó su deseo de conservar las cosas como están. Y así pidió que se aplazase la creación de los juzgados de lo penal, pese a conocer sus asociados que se trataba de una medida inaplazable, entre otras cosas porque buen número de juzgados habían paralizado su trabajo judicial en espera de la creación de tales órganos. O, por indicar el otro ejemplo más notable, cuestionó la conveniencia de duplicar el número de jueces, cuando de sobra conocen y sufren sus asociados que sin producirse tal ampliación de plantilla no existe ninguna posibilidad de que España cumpla sus compromisos internacionales y constitucionales que le obligan a convertir en real y efectivo el derecho de los ciudadanos a un juicio sin dilaciones y en un plazo razonable.Tampoco los legos se andan con bromas. En pocas ocasiones han coincidido tantas críticas tan duras contra tantas resoluciones judiciales. Baste recordar las suscitadas por las sentencias que anulaban las elecciones de Murcia, Pontevedra y Melilla, el auto que decretó la libertad provisional del diputado electo señor Alcalde, o más recientemente, las resoluciones judiciales de los juzgados de vigilancia penitenciaria denegando el uso de medios coactivos, hasta el dintel de la inconsciencia, para alimentar a los presos de los Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre (GRAPO) en huelga de hambre. Con ocasión del tema Alcalde, la ministra portavoz del Gobierno habló de la necesidad de evitar "un proceso de deterioro de las instituciones". Una asunción coherente de tal criterio -que comparto- aconseja hacer siempre compatible el derecho a criticar las resoluciones judiciales, o mejor aún, tratándose del poder ejecutivo, el derecho a recurrirlas, con la obligación de no contribuir al deterioro de otra institución democrática como es el poder judicial. Esa misma coherencia me impide ahondar más en este tema.

Tal como se están poniendo las cosas, y basten las citas anteriores para ilustrar la situación, parece razonable pedir, como reza el título de este artículo, calma, mucha calma, aunque haya elecciones de muy diversa índole por medio.

La puesta en marcha, y más aún el desarrollo de la reforma judicial que apenas se ha iniciado, va a producir, como es obligado, problemas y disfunciones. Es previsible incluso que en los primeros tiempos, especialmente en el año 1990, los ciudadanos lleguen a percibir sólo las secuelas negativas de estos primeros pasos hacia una reforma en profundidad de la vetusta máquina judicial. También es cierto que sólo con la exigible colaboración activa de los jueces se podrán paliar tales efectos. Es explicable, por ello, aunque no admisible, que a fin de curarse en salud a costa de las instituciones, algunos tengan la irritante habilidad de pensar que lo más cómodo es entrar en el juego de echarse reciprocamente las culpas. Se está a tiempo de no incurrir en un juego poco responsable ante los ciudadanos. Si toda reforma en profundidad -y ahí están los ejemplos históricos de la sanidad o de la educación- genera tensiones, es pedir demasiado que no se generen en el terreno de la justicia, en el cual es preciso transformar los actuales modelos de organización, casi feudales, en modelos propios de una sociedad industrial avanzada. No hay derecho, sin embargo, a tratar de frenar la reforma por el miedo a las tensiones que genera. El debate debe centrarse en fijar los mecanismos precisos para que el coste sea mínimo. Y ello supone, antes que nada, lograr la participación y la corresponsabilización de todos los sectores que tienen algo que decir y hacer, tanto en el ámbito judicial como extramuros. La dirección legislativa y política del proceso de reforma corresponde obviamente a las Cortes Generales; es necesario, además, decidir qué concreta institución democrática está potencialmente mejor preparada para asumir la difícil gestión de ese proceso.

Antes de abordar la cuestión hay que reseñar, a modo de aviso a navegantes sin brújula, que también en el mundo judicial se ha abierto una campaña electoral. En el otoño del año 1990 se va a producir la renovación integral de los vocales del Consejo General del Poder Judicial. De ahí que sea recomendable no preocuparse en exceso por las prisas en colocar las baterías y en realizar un incruento fuego cruzado de distracción. La ruptura del sentido del ritmo, fácil de detectar en la sobreactividad de ciertos sectores, no puede explicarse en una cultura como la judicial, en la que el tiempo adquiere el valor de una sexta dimensión, sin tener en cuenta ese fenómeno electoral.

Son muchos, en efecto, los que, ya por estrechas miras relacionadas con sus halagüeñas expectativas electorales, ya por coherencia con su diseño teórico del consejo concebido al modo de una institución reivindicativa en pugna con los restantes poderes del Estado, ya por ambas razones a la vez, apuestan por un sistema de designación de vocales del consejo elegidos directamente por los jueces. El eventual éxito de tal tesis, que, desde luego, no comparto, supondría la exclusión definitiva del Consejo General como el natural gestor del cambio. Una institución en la que la mayoría de sus miembros tuviera una designación democrática, pero de origen corporativo, sí tendría legitimidad, desde luego, para postularse como el lógico órgano reivindicativo de los jueces, desplazando, por cierto sin justificación alguna, a las asociaciones judiciales de una función que les es propia, pero a cambio perdería la legitimidad de origen que lo hace apto para asumir el liderazgo en la gestión del necesario pacto social y de Estado en materia de justicia.

No basta, sin embargo, con mantener el actual estado de cosas. Las Cortes Generales, a la hora de efectuar la elección, no deben minusvalorar el papel que las asociaciones judiciales han desempeñado como único instrumento legítimo de participación de los jueces en la vida política judicial, vertebrando, de hecho, el pluralismo real existente en el seno de la profesión judicial. No garantizar la presencia real y efectiva en la institución, sin exclusión de clase alguna, de todas las opciones significativas que existen, o no garantizar la necesaria transparencia en el proceso, tanto en el mundo judicial como en la sociedad, supone de nuevo, y aunque sea por otra vía, apostar por privar al consejo de su potencial capacidad de liderazgo.

Ese conveniente protagonismo del consejo requiere, además, que se abandone definitivamente la tentación de reinstaurar un modelo de confrontación permanente en el que, desde un lado, se aspire a configurar la institución como punto de lanza o mera cooperadora de alternativas políticas globales, enfrentadas a la que tiene su sede en el poder ejecutivo y en el que, desde el otro lado, se caiga en la tentación de reducir el consejo a un hidrocefálico aparato administrativo de índole cuasi burocrática. Se trata, además, de un modelo ya fracasado en nuestra corta historia constitucional. También sería un error, finalmente, el que se pretendiese homogeneizar el discurso del consejo con el discurso del poder ejecutivo. Se trataría, por cierto, de un error casi imposible de cometer, como el tiempo ha demostrado, pero que de llegar a ser factible se traduciría en una idéntica incapacidad del consejo para cumplir su función. No hay otra vía sensata, según creo, que la elaboración autónoma de discursos propios que acepten el grado necesario y positivo de conflicto y que no hurten a la sociedad el debate abierto.

Desde tal planteamiento quizá sería posible acumular a la legitimación originaria la de ejercicio, que sólo se adquiere, y siempre provisionalmente, a través de la capacidad de dar respuesta a las demandas de los ciudadanos, y más aún en la capacidad de crear una exigente demanda de carácter cívico.

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