El fin de una guerra carlista
LA LARGA crisis de los órganos rectores del Banco Bilbao Vizcaya (BBV) concluirá, en sus actuales características, en las próximas horas. Las intensas reuniones negociadoras de los últimos días y la solicitud al gobernador del Banco de España para que ejerciese su mediación, el pasado lunes, configuran la solución final sin más prórrogas.La principal recomendación de la autoridad monetaria ratifica que la fase de consolidación de la entidad exige una mayor unidad de gestión y una mayor unidad de representación. En román paladino, una presidencia única, con todos los matices que sean del caso, que cierre la etapa del despegue y acelere la fusión definitiva. Un solo banco, una sola presidencia. Sobre esta base estratégica, los instrumentos para evitar la recreación de partisanismos, el reajuste del organigrama y el rellenado de sus casillas constituyen cuestiones muy significativas, pero necesariamente secundarias.
Estas consideraciones pueden haberse abierto camino, y es de esperar que se produzca en cuestión de horas un acuerdo general sobre los flecos del planteamiento global. Pero si las incompatibilidades personales, el egoísmo, la desconfianza o el temor al vecino impidiesen tal acuerdo, la primera entidad financiera española se precipitará irremediablemente hacia una de estas dos alternativas: o la intervención del Banco de España o la sumisión del contencioso a una junta general de accionistas.
Ambas salidas no son sólo deficientes, sino penosas para el BBV. La intervención pública -que debe reclamarse como mal menor si el sentido común se embota y la crisis se enquista en el tiempo todavía más-, por las consecuencias que acarrearía para la imagen de la entidad y sus posibilidades de futuro, porque constituiría la prueba más plástica de la inepcia de un grupo dirigente y porque al cabo sellaría con la presencia administrativa una de las operaciones económicas más imaginativas generadas desde la sociedad civil española. El recurso a una junta de accionistas decisoria, agitado desde los intereses más miopes, sería funesto: ¿alguien se imagina el trajín de delegaciones de votos entre empleados de una misma oficina y que respondieran a distintos legitimismos históricos? ¿Qué ocurriría en las bolsas de valores cuando a los accionistas institucionales, fondos de pensiones extranjeros, etcétera se les acercasen primero los apoderados de un bando y luego los del opuesto para pedirles su voto en la junta? Una guerra carlista no es la receta más conveniente para la tranquilidad de las finanzas. En esa conflagración no habría vencedores ni vencidos personales, sino fugas de depositantes, desengaño de clientes y accionistas y hundimiento de la cotización. Es decir, la catástrofe para el BBV.
Éstas son, en trazo grueso, las alternativas, y como no hay más cera que la que arde, es de esperar una solución pactada, definitiva e inteligente, con cesiones del antiguo Bilbao y del antiguo Vizcaya. Sea como fuere, habrá que analizar con detenimiento, todos los detalles de la prolija crisis. No con intencionalidad morbosa o anecdótica, sino para extraer un buen número de lecciones sobre cómo abordar operaciones de fusión de este género, los requisitos que deben darse en una unión entre iguales que no implique absorción y que no desemboque en la parálisis institucional, y sobre la necesidad de dotar de una mayor preparación a nuestro mundo económico para que no repita los errores pasados. Sólo así la enorme pérdida de tiempo y energías, tan enojosa para Pedro Toledo, puede llegar a positivarse.
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