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Tribuna
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El mascarón

Insospechadamente, casi como ciencia infusa o lengua de fuego sobre nuestras cabezas, hemos acabado el año chapurreando rumano. Asomados a la ventana de los horrores, nos ha parecido intuir entre las imágenes vacilantes de una televisión trémula los vestigios de nuestras antiguas lenguas peninsulares. Ahí, al otro lado del Mediterráneo, está el origen de nuestras primeras palabras. De los antiguos griegos aprendimos a pronunciar democracia y los rumanos de hoy murmuran libertad casi con las mismas letras que nosotros.Pero en Rumanía alguien ha preferido el recurso de la muerte al discurso de la verdad. Se tomó la tensión al tirano para asegurarse de la buena salud del fusilado, pero en el cuerpo febril de los pueblos se quedó el secreto de una enfermedad casi crónica. Los cartones de tabaco americano, precario símbolo del lujo de la familia dominante, se debieron repartir en innumerables cajetillas, pero nunca sabremos a la salud de quién fueron fumadas. Los regímenes personales no se sustentan sobre la nada, sino sobre la delación y el privilegio, cuando el ser humano es mercancía, y la lealtad interesada, una simple pedrea del poder. Descabezar el mascarón nunca ha conseguido hundir el barco. Las dictaduras, aun derrocadas, viven durante mucho tiempo en el temor o en la nostalgia de los ciudadanos, y jamás la muerte consigue erradicar sus efectos. Tal vez porque la muerte no es nunca educativa. Ni siquiera ejemplarizante. La muerte de un tirano es una estampida fugaz hacia el olvido, una esquemática justicia que deja desarmados a los justos y sosegados a los cómplices.

Para eso se inventaron juicios de Nuremberg y tribunales Russell: para conocer la verdad y no la pena. Los rumanos tuvieron la oportunidad de ser más sabios y alguien decidió por ellos que era más seguro ser más libres lo antes posible. Mataron al ídolo de barro, pero los pasos de acero resonarán durante muchos años por las alcantarillas del miedo.

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