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Soledad y narcisismo

Tras el continuo ir y venir del día o de la semana, un hombre renuncia a aturdirse en el torbellino de la diversión o a esponjarse en la apacibilidad de la tertulia y decide quedarse solo. Ese hombre ¿es joven o viejo? En cierto sentido, igual da. Si es joven, quedará con sus proyectos, sus esperanzas y sus recuerdos, por escasos que éstos sean. Si es viejo, con sus recuerdos, sus proyectos y sus esperanzas, aunque éstas hayan de ser cortas. Queda, en suma, consigo mismo y, por consiguiente, en el trance psicológico y moral de verse y juzgarse. Su vida consiste entonces en ser él mismo, en ser yo.Afirmó Pascal que el yo es odioso por dos razones: es en sí mismo injusto, porque de sí mismo hace el centro de todo; es por añadidura incómodo para los demás, porque, acaso sin advertirlo, quiere someterles a su juicio. No poco de Sartre avant la lettre hay en esta sentencia pascaliana. Que el yo puede ser eso nadie lo dudará. Pero ¿sólo eso es el yo, cuando éticamente se le considera? En mi opinión, no. Sólo eso es el yo cuando el solitario de domingo -como hay pintores, también hay solitarios de domingo- cae en la tentación del narcisismo; cuando, como el Quevedo joven que el Quevedo maduro recuerda, ocasional o habitualmente ha llegado a perderse "en el secreto abismo / donde uno se enamora de sí mismo". Lo cual, bien mirado, no es tan infrecuente como podría pensarse tomando la expresión enamorarse de sí mismo en su sentido fuerte.

Así va a demostrárnoslo una sumaria consideración de los tres modos principales del narcisismo, cuando éste es algo más que el resultado de la vulgar autocontemplación ante el espejo: el narcisismo de la acción y el éxito, el del proyecto y la presunción y el de la impotencia y la desesperanza.

Según el propio Marx, Prometeo es el primer santo del santoral marxista; y por mucho que hoy se revise a Marx, nadie negará el acierto de tal preferencia. Pues bien: frente a la virtud de Prometeo -esto es, en el reverso de la osadía de conquistar un bien mediante el esfuerzo y el trabajo- hállase el vicio de Narciso, la desmedida complacencia en el poderío y el éxito propios. Históricamente, ésta ha sido la tentación inherente a la técnica moderna, desde que en el siglo XVIII comenzaron sus fabulosas hazañas. Aunque disfrazado de futurismo, ¿acaso no había un secreto narcisismo en el Renan de L'avenir de la science? Y cuando tienen la certidumbre de que un satélite lanzado por ellos ha llegado a las proximidades de Neptuno, ¿no lo hay en los científicos de la NASA? Biográficamente, tal es, por otra parte, la situación anímica de los viejos que contemplan su vida pasada, y en el seno de su intimidad la encuentran valde bona, como Dios a su recién nacida creación -si a la creación del mundo se le puede llamar nacimiento-, según la letra latina del Génesis.

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Aunque menos consistente y fundado, pariente próximo del narcisismo de la acción y el éxito es el del proyecto y la presunción: la entrega a la errática y gustosa imaginación de lo que uno podría o hubiese podido ser y hacer. "¡Si yo me pusiera ... !", se dice a sí mismo el Narciso del poder ser con mucha vida por delante. "¡Si yo me hubiese puesto ... !", piensa dentro de sí, Narciso también de la presunción -de la presunción del ex futuro, diría Unamuno-, el Viejo inconforme con el recuerdo de su fracaso. E scribié Ortega que, para Valera, "a despecho de losextremos galantes a que tanto se prestaba su prosa, la crítica era el arte de mostrar cómo lo que las gentes tenían por cosa de gran significación y trascendencia no venía a ser a la postre sino asunto casero y trivial, fuera ello la filosofía de Hegel, el sentido del Quijote o el sobrehombre de Nietzsche". Una vez más acierta Ortega. Y bajo la elegante ironía y la fina zumba del gran escritor que Va¡era fue no es difícil percibir una punta del narcisismo del ex futuro, sigamos con Unamuno, que encierra esta posible frase suya: "Si yo me pusiera a pensar con ganas, lo menos que se diría de mí es que yo era el Hegel y el Nietzsche de Cabra". Desde los arbitristas del siglo XVII, ¿cuántos no han sido los españoles más o menos tocados por este larvado narcisismo?

Más sutil, más recoleto, al lado de los dos precedentes modos del narcisismo existe el de la impotencia y la desesperanza; el de aquellos que se complacen en la autocompasión cuantas veces imaginan las metas a que nunca llegaron y, lo que es más grave, a que nunca podrán llegar. ¿Acaso no es secretamente dulce la tristeza de compadecerse a sí mismo, de sentirse visitado y distinguido por la desgracia? Desde los románticos se viene hablando del "placer del sufrimiento". Y aun desde antes. En pleno siglo XVIII, un inglés sentimental escribía, tras la lectura de la novela Sir Charles Grandison, de Richardson: "... y hoy, en la maflana de este 3 de abril, entre las siete y las diez, ¡día bendito!, he llorado: colmé de lágrimas mi libro, mi pupitre, mi rostro, mi pañizuelo; he llorado con infinita alegría...". Hasta en el arrepentimiento puede haber narcisismo, porque algunos arrepentidos viven su situación con un sentimiento más o menos expresable así: "En medio de tantos hombres mezquinos y cobardes, aquí estoy yo, que fui capaz de arrepentirme". Arrepentimiento y renacimiento es el título de un luminoso ensayo de Max Scheler. Tan renacidos se encuentran a sí niÍsmos ciertos arrepentidos que se convierten en Narcisos de su capacidad para rectificarse a sí mismos. Siempre hay rincones insospechados en el seno del alma humana.

Cuando la soledad y el atenimiento al propio yo conducen al narcisismo, séalo éste del sentimiento o de la acción, entonces, sí, es justa y certera la sentencia de Pascal: "El yo es odioso". Mas no siempre lo es. ¿Cómo va a ser odioso el yo de quien sin jactancia y sin vanagloria se pregunta seriamente por lo que ha hecho y por lo que puede hacer? ¿Serían posibles esas preguntas sin una deliberada y formal instalación del interrogante en su propio yo? Se trata de saber, pues, cuándo deja de ser odiosa la íntima afirmación de uno mismo.

Ésta es mi respuesta: cuando la soledad no es solipsismo metarisico y ético; cuando el solitario está abierto a los demás y, de uno o de otro modo, dándose a ellos.

No sé si alguien lo ha dicho mejor que Ascanio Condivi, el primer biógrafo de Miguel Ángel. Para elogiar la soledad de su genial biografiado escribe esta estupenda frase: "Non essendo egli mai men solo che quando era solo", "no hallándose nunca menos solo que cuando estaba solo". ¿Por qué? ¿Cuál era el sentir de Condivi al escribir ese elogio? Sólo esta respuesta veo: porque en su soledad de creador -soledad exige, en efecto, el acto de crear- tenía intencionalmente junto a sí a todos los posibles beneficiarios de su obra; entre ellos, nosotros mismos. "La soledad de la existencia humana", escribirá Zubiri, "no significa romper amarras con el resto del universo y convertirse en un eremita intelectual o metaflisico; la soledad de la existencia humana consiste en sentirse solo y, por ello, enfrentarse y encontrarse con el resto del universo entero".

Miguel Ángel no fue narcisista creando para la humanidad obras geniales. Mas también nosotros, los que, como diría un santanderino, sólo cosucas somos capaces de hacer, podemos no serio; también a nosotros nos es posible evitar las tres formas del narcisismo intelectual que aquí he descrito.

Pedro Laín Entralgo es catedrático emérito de Medicina y ex director de la Real Academia Española.

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