Aguas
Hace algunos años tuvimos en España leche envasada con animales dentro. Era muy emocionante. Abrías un día una hermosa botella y aparecía en su interior una salamandra absolutamente láctea e inmóvil. Abrías otro día otra botella de diferente marca y surgía el sapo que te miraba con ojos de lechoso espanto. Abrías un tercer frasco y, como si fuera la chistera de un prestidigistador, saltaba por los aires el lagarto verde que mostraba su lengua hinchada por la proteína vacuna.Finalmente, cuando ya esperábamos que iba a surgir el semental taurino en la lechera del pueblo, esta guerra se acabó y la leche pura volvió a ser casi pura y los intrusos desaparecieron de su encierro.
Ahora sucede algo parecido con las aguas de mesa, las minerales y las purificadas. Pides un trago y antes de llevarte el líquido al morro puedes caer fulminado por vapores de salfumán, hervores de sosa caústica o ardores de lejía concentrada.
En los restaurantes de nuestra gastronómica España puede aparecer pronto el experto en aguas con el mandil de cuero repujado y un escanciador de probeta. Este sujeto ofrecerá la carta de reserva y recomendará los mejores caldos espumosos capaces de transportar al comensal directamente del mantel al sudario.
-Caballero, ¿la desea carbónica con perdigón del 12 dentro, o la prefiere sin gas aunque con arsénico de efecto retardado?
-Tráigame media botella del 85, que está saliendo riquísima: la ingieres y se te ponen los ojos en blanco, la tez verdosa y el músculo erecto.
Las finas reservas de aguas hispanas merecerán el favor de clientelas internacionales. En el Tercer Mundo, donde ni el tifus, ni el cólera, ni la diarrea infantil logran soluciones al problema de la superpoblación, el producto de nuestros puros manantiales lleva camino de hacernos célebres. Y en Europa la demanda será tan gigantesca que nos dejará secos y sedientos.
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