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Tribuna
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Una modesta proposición

Hace unos meses recogí en un artículo una frase de unas cuantas líneas en la cual un periodista, estadounidense había logrado condensar, de forma impecable, las luces y las sombras de la Revolución Francesa. Luego me enteré, encantado, de que un periodista de EL PAÍS había puesto en circulación la frase entre sus colegas, a modo de ejemplo: cabe decir de forma sencilla y unívoca que una experiencia histórica ha sido compleja y ha estado llena de contradicciones.Han transcurrido ya unas semanas desde la, visita de Mitterrand a Bolonia y, a juzgar por diarios y manifiestos, prosigue la, guerra de religión desatada por el cardenal Biffi, quien había condenado la Revolución (siguiendo una gran tradición legitimista que se remonta a De Maistre). Como consecuencia, el profesor Giuseppe Caputo, al a aunciar su laudatio del presidente laureado, se consideraba en la obligación, frente al ascenso de la Vendée, de rematar su discurso con el grito de "Ça ira!", los laicos; cerraban filas y los católicos populares organizaban debates sobre el infausto 1789.

El bicentenario había sido una buena ocasión para reflexionar con calma científica sobre esa maraña de ideas, pasiones, agitación política y civil, utopía y violencia que fue la Revolución Francesa. Pero al lado de los estudios históricos, e impulsados también por la gran maquinaria de las conmemoraciones parisienses, los mass media han cumplido con su papel; han hablado de ella, incluso demasiado, y como en los periódicos; y la televisión hay que decir en una columna o en cinco minutos lo que en otra parte ocupa 300 páginas, se han visto inducidos a radicalizar. En favor o en contra. ¿Cómo estar en favor o en contra de la. desaparición de los dinosaurios? Qué bobada; debemos comprender por qué desaparecieron, y a lo sumo deducir de su historia útiles enseñanzas para evitar nuestra desaparición.

Preguntarse si la Revolución fue buena o mala equivale a preguntarse si debía o no hacerse la Reforma protestante. Como si eso hubiera dependido de la digestión de Lutero. Habría existido incluso sin Lutero, quizá un poco distinta, y habrían existido las guerras de religión, la traducción al vulgar de la Biblia, la toma de conciencia de Roma y el concilio de Trento (que a lo mejor se hubiera celebrado en Bracciano); quizá no hubieran aparecido los jesuitas o los capuchinos, pero ciertamente habría surgido algo que respondiese igualmente a las exigencias de la época; se hubiera puesto freno, en cierta manera, al mercado de indulgencias y, si no los padres peregrinos, cualesquiera otros hubieran marchado a colonizar Nueva Inglaterra.

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Y si la Reforma protestante sigue suscitando reacciones emocionales, preguntémonos si fue malo o bueno que los bárbaros del Norte invadieran la península italiana, provocando la caída del imperio romano, devastando y saqueando, y dando vida lentamente a la nueva cultura romano-cristiano-bárbara de la cual somos hijos. Es una estupidez acordarse de Albuino, que dice: "Bebe, Rosmunda", y olvidarse del edicto de Rotario.

Todos sabemos que la historia no se hace con si, salvo en algún cauto experimento mental: si Napoleón no hubiera nacido no habríamos tenido, ciertamente, la epopeya bonapartista, y acaso ni siquiera el Consulado, pero la fase libertaria y violenta de la Revolución se habría cerrado igualmente, de algún modo. Pero la historia tampoco se hace emitiendo juicios morales tajantes. Lo cual no significa que no se deban emitir juicios morales sobre los acontecimientos históricos. No faltaría más. Yo, por ejemplo, reivindico mi derecho a sospechar que Napoleón era más despreciable desde el punto de vista moral que Murat. Pero no podemos permitirnos juicios en blanco y negro, sin matices, y sin considerar que muchas cosas que moralmente nos parecen buenas han producido pésimos efectos, al igual que muchas cosas que no haríamos, y que no quisiéramos que se repitieran, han producido a la larga efectos cuando menos interesantes.

Propongo, por lo menos a los mass media, unos años de silencio sobre la Revolución Francesa, por respeto a los muertos.

Umberto Eco es profesor universitario y escritor. Traducción: Esther Benítez.

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