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Dolores

Hace pocas semanas presenté en Madrid una novela de Andrés Sorel en la que Dolores Ibárruri era la materia y la manera, la forma y el fondo, el contenido y el continente. Novela notable que ha merecido hasta ahora un silencio clamoroso, con ese clamor que a veces sólo puede producir el silencio escandaloso. Por lo visto, se acumuló entonces un doble menosprecio o una doble ignorancia. En cambio, desde que ha muerto, Dolores Ibárruri se ha convertido en mercancía informativa y en pieza de metáfora, sobre todo cuando se relaciona su muerte con la caída del muro de Berlín y con el cantado hundimiento del comunismo ateo. Este paisanaje quiere tanto a los muertos que los macera en lágrimas y los cuece al vapor de las multitudes y se los come a besos.Por suerte, Dolores ha vivido entre nosotros suficiente tiempo como para dejar de ser un mito y un símbolo, y, en cambio, seguir siendo un signo insustituible en el código de la España contemporánea. De pronto, de una clase explotada y condenada a la mudez emerge una mujer y convierte su poderosa estatura, su voz, en un arma dialéctica del movimiento obrero. Estatura, gestos, voz, lenguaje en suma de una clase que se reconocía en esa médium pulcra y enérgica, dramática que no trágica, porque no era el instrumento de ninguna fatalidad, sino de un esfuerzo de transformación de la sociedad desde la conciencia de las clases explotadas. Y mientras siga habiendo explotación, la condicione la primera, la segunda, la tercera, la cuarta, la quinta o la que sea revolución industrial, Pasionaria tendrá pleno sentido histórico.

Es más. Pasionaria ya no es un simple apodo, sino un vocablo y un significado incorporado a todos los idiomas de la tierra. Los vocablos españoles incorporados hasta ahora son significativos: guerrillero, desesperado... pasionaria. Allá donde emerja una mujer que luche por cualquier causa de emancipación será llamada ya para siempre pasionaria. Éste es un tipo de inmortalidad que no se le ocurrió ni a Unamuno.

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