Vaya vida
El salvaje que no conocía Campsa salió de su refugio al amanecer sin saber que, además, estaba perdiéndose el programa matinal de TVE. Por si ello fuera poco, a la puerta de la cueva no le esperaba un Volvo ni un BMW, ni ninguno de esos bólidos por los que últimamente pasa el falo de nuestros triunfadores. Tuvo que dirigirse a su trabajo por su propio pie, o -como mucho- saltando de liana en liana, lo que le privó de nuevos goces incomparables: un apasionante recorrido a 10 por hora por la limpia, pulcra y moderna ciudad. Escuchar a los diversos predicadores que a esa hora leen el presente por la radio, o telefonear desde el coche a un número que nunca contesta. O quizá, colmo de las facilidades, comprar bonos de Telefónica. Sin embargo, el salvaje ignoraba todo esto, y parecía feliz.Desprovisto de un Rolex que le marcara el paso del tiempo, tuvo que cazar al buen tuntún, sin otra ayuda que su inteligencia y su astucia contra las del animal que tenía enfrente. Era un verdadero engorro, aunque él tampoco lo sabía, que para saltar por el terreno no dispusiera, como Carl Lewis, de un traje Emidio Tucci, y se tuvo que arreglar con el taparrabos. Rápidamente cayó la tarde, y -huérfano de conocimientos- se le pasó la hora del whisky de importación. De todas formas, por la mañana, también se le habían olvidado los donuts.
Lo más sangrante es que, de nuevo en su morada, no pudo disfrutar de la retransmisión en directo de la ópera Cristóbal Colón. Todo se arreglaría, sin embargo. Al día siguiente aparecieron en la selva unos hombres con pelitos en las piernas, calzón corto y salacot en la cabeza. Y entonces, desde el fondo de su inconsciente, el salvaje empezó a desear conocer Campsa. Pensó que sería estupendo disponer de un líquido inflamable con el que rociar a los intrusos de arriba a abajo, prenderles fuego y verlos arder como una tea.
Y que le dejaran en paz.
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