En la UVI
En las Unidades de Vigilancia Intensiva de todos los hospitales hay unos entes metálicos e inteligentes que se alimentan exclusivamente de seres humanos. A simple vista parecen máquinas quirúrgicas, pero en realidad son los últimos dioses carniceros. Las ambulancias descargan a cualquier hora a los heridos y enfermos en las salas de urgencia; de los quirófanos van saliendo sucesivas levas de cuerpos troceados: una parte de estas personas consigue escapar de sus garras; en cambio, otra parte es sacrificada a estos entes asépticos y voraces que esperan a las víctimas en un santuario hermético en la última planta del hospital. Los enfermeros transportan en camilla hasta la UVI, día y noche, el alimento para estos dioses. En la puerta, los cuerpos humanos son recibidos por unas vestales desinfectadas, vestidas de blanco, y con la máxima rapidez ellas inician la ceremonia. Los cuerpos convertidos en abono orgánico quedan adaptados a las máquinas. Sus tubos penetran por la tráquea; unos cables como las raíces buscan enseguida el hueco de la nariz y otros trepan por las venas de las pantorrillas buscando tu corazón, mientras un brazo articulado escarba y se ceba directamente en tus entrañas. Esas máquinas te exprimen, y cuando mueres, te abandonan. Tú no has sido sino un trozo de materia muy rica en elementos minerales interpuesta en su circuito. Hoy todavía se alimentan sólo de cuerpos malheridos, muy enfermos o en estado terminal, pero cada día esos dioses exigen víctimas más saludables. Los científicos están a su servicio, los médicos gobiernan su entorno, los sacerdotes prohíben rebelarse contra ellos, y así van engordando, y cada día estos dioses son más caprichosos. Hasta ahora un ser humano debe permanecer los últimos cuatro años de su vida enganchado a sus cables. Dentro de poco, hombres y mujeres en plena juventud serán llevados al seno de estas máquinas y nuestra existencia será común. Las máquinas quirúrgicas vivirán eternamente gracias a que usted ha sido ofrecido como pasto para ellas.
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