Caminante
Debo a mi buena madre el aprendizaje de un ejercicio agradable y sencillo: caminar. Si me hubiesen dado un folleto de instrucciones o me hubiesen puesto ahora un monitor no hubiese logrado practicarlo. Caminar es un deporte no competitivo que permite la observación de hábitats y de paisajes. Alienta la evocación de las dificultades del señor y la señora de Neanderthal para pedir fuego al vecino o las de los mozos y mozas para llegar a la fiesta del pueblo de al lado con los pies aún bailadores. Propicia la ensoñación: puedes creerte Caperucita, Miguel Strogoff o aquel amigo de Saulo que viajaba a pie para evitar cambiar de religión cada vez que se caía del caballo.Difícil de practicar en la ciudad, no halla tampoco el caminante muchas facilidades en el campo. Los viejos caminos de herradura parecen haber desaparecido y no hay más remedio que patear carretera. Heme pues, por ejemplo en Fuencaliente, convertido en osado aventurero de la margen izquierda. Es asombroso comprobar cuánta calzada necesitan los coches que vienen en dirección contraria. Me odian, sospecho al borde de la paranoia. Después, me siento culpable y me pego a las paredes de la montaña o me inmovilizo al borde del barranco torciendo la cabeza y pidiendo gracia. Sólo más tarde me atrevo a mirar la cara de los conductores y de sus acompañantes y no descubro en ellos odio ni reproche, sino alarma y extrañeza. Entiendo. Soy un objeto caminante no identificado. Confío en que mis gafas, mi barriga y el buen corte de mi camisa les convenza de que no soy un salteador de caminos, ni siquiera un Jodido parado. Saludo, pero sólo los del pueblo me contestan. Sé que podría tranquilizarlos llevando en mis paseos una lata vacía de gasolina o el manual del conductor de Arias-Paz, pero no pienso rendirme. Me han expulsado de la ciudad pero no me expulsarán del campo. Sabe el caminante que hay camino y que debajo del asfalto está el ozono.
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