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La rumba del volcán colombiano

"No vayas a Colombia. No te metas en la boca del lobo", me repetían, sin acertar con los consejos desanimadores, mis amigos prudentes. Razón de más para que, dando vara alta a mi curiosidad, saltara en el primer avión hacia la tierra de Fernando Botero, Lucho Herrera y Camilo Torres I y II, con la excusa de presenciar una obra de teatro. Arrempujando mis temores, pensando que un día Bogotá fue Santa Fe, me colé de rondón en lo que el más exuberante de mis afectos nombraba el ojo del ciclón.A 100 kilómetros a vuelo de cóndor de Bogotá, en la ciudad de Manizales, de propina, el volcán rugió a mi llegada como si respirara a empujones. Y es que al volcán los entrañables manizaleños le llaman el león. Esta vez no vomitaba lava, sino que estornudaba polvo y arenilla grisácea. ¡Qué espectáculo! La ciudad me recibió cubierta con un manto de miércoles de ceniza. Entapujé mi boca con una mascarilla a modo de filtro y deambulé por sus empinadísimas calles olvidando que mis cercenados pulmones no están para estos tratos y trotes. ("Somos los tuberculosos los que más nos divertimos", se cantaba en un sanatorio de la sierra madrileña en aquellos melancólicos años de pertinaces sequías.)

El volcán lleva nombre de pintor malagueño: el Nevado del Ruiz. El piloto del aeroplano de hélice que me llevaba en Andes y volandas desde Bogotá dio una pasada por Armero, la ciudad fantasmagórica que ingurgitó el león cuando supo que era forastero venido de allende los mares. ¡De qué forma tan rumbosa y colombiana aquel piloto de línea, con otros 17 pasajeros a bordo, atendió el capricho del más humilde de los dramaturgos miróbrigo-melillenses! (Mirobrigense es el adjetivo aplicado a los naturales de Ciudad Rodrigo, lugar donde una monjita llamada Mercedes me enseñó a escribir y donde cuatro siglos antes, y al alimón, una anónima ciudadana, quizá tatarabuela de la madre Mercedes, y Feliciano de Silva parieron, cada uno por su lado, la mitad de las novelas de caballería de aquella venturosa época.) Y en esta línea caballeresca, días antes, en Madrid, otro piloto, esta vez de avión supersónico, pero tan rumboso y colombiano como su compañero de palanca y fuselaje, gastó una millonada en litros de carburante para retornar a los muelles de Barajas a un despistado pasajero, quizá genovés, que, queriendo volar a Sevilla, se había confundido de camino como un Cristóbal Colón cualquiera que, queriendo desembarcar en Japón, a pique estuvo de descubrir Manhattan.

Desde lo alto, Armero es una laguna de barro a la que ya se le da un comino de toda Constantinopla. En su seno, 25.000 colombianos amortajados con lava, y una niña valiente que en los ratos que le sobraban a su sublime agonía animaba a los socorredores. Pero ¿qué espera el jurado del Premio Nobel de la Santidad para otorgarle el Oscar de la Misericordia y el Martirio?

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Muy por debajo de los cráteres picassianos, el Gobierno y los narcos, como si jugaran a policías y ladrones, vigilados por los mayores desde la barrera, dirimen sus diferencias a tiro limpio... mientras que, a las seis de la mañana y de la tarde, un carillón catedralicio, más enternecedor que afinado, interpreta a toda pastilla el Ave María de Schubert. ¿Quién subsidia semejante despertador multitudinario? ¿Los que han pagado la iluminación de todos los terrenos deportivos de Medellín? ¿Los que han regalado miles de viviendas a los pobres?

El dinero del mal y las, armas para defenderlo, con gran celo, lo buscaban en mi entrepierna, varias veces por día, jovencísimos soldados armados hasta los dientes. Y así supe que en nuestra vieja Europa el pudor veta el cacheo cachondo como si se diera por hecho que un vergonzoso revólver no pudiera agazaparse en nuestras vergüenzas sin formar una redundancia cacareada. Por si fuera poco, al fin vi una auténtica representación de teatro de vanguardia, como su nombre indica, protegida por camiones militares.

Cuando llegué a Moscú en plena movida perestroítika, o a Polonia a punto de dar a luz al primer Gobierno feo, católico y sentimental, o a Túnez en la cresta del huracán poético-satánico, mis colegas me contaron hasta por los codos sus cultas y sus rescoldos, sus esperanzas y sus alegrías. Y, sin embargo, en el salón de actos sudaca, abarrotado, mis compañeros del alma colombianos, con sosegada templanza en los humores, evitaron la actualidad tan amarga y regañona.

Más tarde, a solas, arremangados de escrúpulos, tino a uno me dieron a conocer sus opiniones.

Un poeta de Cali, tras ponerme en el pupilaje desprendido y manilargo de su hospitalidad, me habló de la repugnancia que le inspiraba la casta de nuevos ricos germinada por la droga, "pero que nadie trate de dictar su conducta a nuestro país. Las naciones poderosas deben legalizar la droga... como lo hicieron con el alcohol cuando se percataron de que lo podían producir a gran escala. La corrupción y el crimen terminarán con la legalización. Ellos, los donadores de lecciones éticas, se reparten los beneficios que acarrean la venta de armas o el comercio de centrales atómicas, sin darnos las migajas del banquete".

Contemplando lo antojadizo de la codicia, un cineasta de Bogotá me dijo: "Ya ve usted, Francia, el país de los derechos humanos, se ha puesto a la cabeza de una cruzada europatriotera repugnantemente racista para repartirse el mercado de la televisión a través de un sistema de cuotas del que está excluido el Tercer Mundo. Yo no soy nacionalista, pero lo que sí puedo asegurar es que cualquier culebrón mejicano o brasileño está mejor realizado que el, mejor folletín francés. Y este desafuero se comete en el momento en que se celebra el bicentenario de la Revolución".

Un sutil filósofo con aire de Juan Ramón Jiménez me preguntó mansamente: "Si Inglaterra, Francia o España fueran los primeros productores del mundo del peor pero más rentable veneno, no necesariamente atómico, ¿qué harían? ¿Reducirían a cenizas esta fuente engendradora de divisas? ¿Qué es peor: vender cocaína o ametralladoras, alucinógenos o aviones de combate?".

Mi amigo filósofo, tan desengañado como inteligente, me advirtió dulcemente: "Aquí, en Colombia, no nos drogamos. Pero no vaya a pensar, al oírme desbarrar de esta manera, que estoy borracho. No me haga demasiado caso: el volcán nos vuelve a todos un poco lunáticos. Lo que le he dicho sobre Colombia, sus grandezas y sus miserias, no encierra una lección de moral; es más bien la letra de una rumba",

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