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Las perversiones de la hegemonía

A estas alturas ya resulta perfectamente previsible en qué va a consistir la campaña electoral del Gobierno. Ha sido perfectamente coherente al disolver el Parlamento en el momento en que lo ha hecho, guiándose, ante todo, por criterios partidistas, como era previsible y obvio. Tiene tras de sí la virtual inexistencia de una oposición alternativa de la que ni siquiera sus más ardientes pastidarios esperan que llegue a accecier al poder pronto. Por si eso no bastara para dar al Gobierno suficiente respetabilidad, todavía tiene la que le proporcionará la mención a la situación económica. Por supuesto sobre ella no va a dar indicios de lo que pie risa hacer después de los resultados, con lo que descoloca a una oposición que no podrá criticar lo que todavía no existe, mientras que la eventual alternativa sindical siempre resultará peor que la del Gobierno. En fin, la gestión gubernamental, a fin de cuentas, no ha sido tan mala: no ha hecho a la sociedad española más justa ni más libre, pero si la política es una especie de mal inevitable, al menos el PSOE ha acabado por eludir muchos de los estropicios de los que era perfectamente capaz en 1982. Ahora, siete años después, resulta ser bastante mejor que entonces, por lo que una persona que, como el autor de este artículo, no le votó en aquella fecha podría tener la tentación de hacerlo ahora.Pero ni por un momento voy a caer en ella. A mi modo de ver, lo que está en juego en la España actual no es la política económica, quizá inevitable y sobre todo más viable que las otras alternativas imaginables. Por supuesto tampoco está en cuestión la estabilidad de la democracia, ni siquiera del Gobierno o de la persona de su presidente: es extremadamente improbable que no se llame Felipe González y que no aplique una política económica que ya tiene diseñada. Lo único que está verdaderamente en juego es la forma en que ejercerá el poder en el futuro. En mi opinión resulta, con mucho, preferible que lo haga con otros (casi uno estaría tentado de decir que son quienesquiera que fuesen y con el mayor número posible) que solo porque lo que hemos presenciado durante estos últimos siete años son las perversiones de la hegemonía en un grado casi orgiástico.

Hay quien lo atribuye a que el socialismo es siempre así y afirma que ha llegado a configurar todo un régimen que por su control de los medios de prensa e información resulta ya prácticamente irreversible. A mí me parece que este tipo de juicio es incorrecto: nuestro régimen es la democracia y en ella resulta perfectamente posible derribar a quien está en el poder; si esto hasta ahora no parece viable, la razón estriba, más que en los méritos de quienes lo han ejercido en los últimos años, en los deméritos de quienes se han opuesto. Con una sociedad tan segmentada como la española y un sistema electoral como el vigente, la hegemonía ha sido toda una sorpresa.

Pero ya sabemos los resultados y más vale no seguir experimentándolos más,tiempo. Supongo que si en 1977 Adolfo Suárez hubiera obtenido una mayoría abrumadora, el resultado hubiera sido una versión peor de la transición, porque no se trata tanto de que el socialismo sea prepotente y abusivo sino de que, en una sociedad poco vertebrada como la española, probablemente cualquier partido político que obtuviera la mayoría absoluta en el Parlamento tendería de manera irremediable a serlo. A estas alturas, sin embargo, parece evidente que un resultado de mayoría parlamentaña no asegura la estabilidad, sino que garantiza determinado tipo de perversiones de la democracia. La democracia no está en peligro, pero de ella se pueden ex-

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traer más o menos ventajas y beneficios y ahora da la sensación de que estamos rozando el mínimo de ambos.

Basta con echar una ojeada al funcionamiento de las instituciones. Vivimos en un sistema parlamentario en que cada día se demuestra la inutilidad de una de las cámaras y la otra parece no tener el menor interés en examinar asunto de tanta trascendencia como es el de la expropiación y posterior privatización de Rumasa. En él, además, no se puede esperar de la Administración un comportamiento igual con independencia de las ideas que uno profese o del partido en que milite o por el que tenga simpatías. Tampoco los tribunales de Justicia, incluido el Constitucional, por su composición y la forma de nombramiento de sus miembros, merecen un respeto generalizado. Acostumbrada a un sistema de listas bloqueadas y a unos partidos sustanciosamente alimentados con los fondos públicos, la clase política bien merece ese adjetivo inventado por el prodigioso filósofo de la posmodernidad que es el presidente del Atlético de Madrid: es "ostentórea" porque practica un grado de exhibicionismo directamente proporcional a su irresponsabilidad. Frente a ellos, los ciudadanos permanecen tan irritados como pasivos. La sociedad española da una sensación de inercia típica de quien ha salido no hace tanto de la dictadura, pero ese vicio todavía se ha visto multiplicado por la cloroformización inevitable inducida desde un poder hegemónico. Franco erró al considerar que su régimen estaba atado y bien atado, pero dejó a la sociedad española averiada para la práctica de la democracia y ese mal sólo puede verse acentuado por la hegemonía. La desaparición de ésta es condición necesaria, aunque no suficiente, para un comportamiento aceptable del poder.

Uno no entiende mucho de gimnástica erótica, pero sentiría la tentación de afirmar que al Gobierno no le vendría mal que le hicieran un griego. La catharsis que vive la democracia griega es positiva y necesaria después de un período de gobierno tan pretencioso en los propósitos como endeble en los resultados. El caso español no es tan grave, pero la evidencia de la catharsis también se impone. Lo lógico sería que tanto la izquierda como la derecha tuvieran suficiente fuerza para imponerla, porque se desconocen casos de ingreso espontáneo de un Gobierno en un orden penitente. Para que ello suceda es imprescindible que desaparezca la mayoría absoluta y, con ella, la hegemonía de los socialistas.

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